Anoche he tenido una pesadilla: he
soñado que me examinaba de matemáticas. De adolescente fui
propenso a soñar una cosa espeluznante: que me perdía en un
palacio repleto de fantasmas. Pero el de las matemáticas me
produce aún más angustia, y debo reconocer que me pasa cada
vez que me da por referir el problema que tuve yo con un
profesor durante mis estudios de bachillerato.
Las matemáticas se me habían atragantado de tal manera que
eran un suplicio para mí. Sufrimiento que iba aumentando con
el transcurrir de los días y cuyas consecuencias nerviosas
se suscitaban antes y después de asistir a las clases. Sobre
todo cuando éstas terminaban con la reprimenda del profesor.
Las que fueron aumentando de tono y llegaron a convertirse
en broncas cuarteleras. Pues el profesor lucía, además,
estrellas de teniente de Ingenieros.
Llegó un momento en que, Benito García, que así se
llamaba el matemático, perdía los papeles. Y sacaba a
relucir contra mí toda la histeria contenida por sus
problemas como militar. Y porque la vida no le sonreía en la
medida que él consideraba adecuada a sus aspiraciones. Y a
mí, adolescente con carácter, me importaba bien poco
enfrentarme a sus gritos destemplados con respuesta
drástica: cogía mis bártulos y me ausentaba del aula sin
atender a sus requerimientos expresados a voz en cuello.
Todo antes que continuar delante de un señor a cuya pregunta
no sabía responderle y me sentía ridículo.
Durante mis primeras evasiones del aula, encaminaba mis
pasos hacia los servicios. Siempre y cuando no estuvieran
ocupados por alumnos de clases superiores usándolos como
fumaderos. Cuando ello ocurría me iba del edificio,
dirigiéndome al muelle pesquero que estaba enfrente del
colegio. Y en la dársena principal me quedaba absorto viendo
a los barcos de pescas desembarcar las cajas de pescados
procedentes del moro. A veces practiqué el escapismo. A fin
de de huir de una realidad que me agobiaba cada vez más:
presentarme ante un profesor a quien yo, con mi torpeza, le
destrozaba su orgullo. Le echaba abajo esa vanidad con la
que se pavoneaba diciendo que sus explicaciones eran tan
buenas que hasta los alumnos más torpes sacaban notables. Y,
para más INRI, cuando se interesaba por mis notas en otras
disciplinas, además de saber que eran muy buenas, los
profesores le hablaban muy bien de mí aprovechamiento y de
ciertas cualidades mías. Y, claro está, se ponía de los
nervios y su frenesí lo predisponía contra mí de modo casi
virulento. Benito García no quería entender que yo no
estuviera capacitado para ni siquiera aprobar en la
asignatura que él enseñaba. Por una razón muy sencilla: al
no gustarme la aritmética, esa parte de las matemáticas que
estudia los cálculos numéricos, cometí el error de
desentenderme de las primeras explicaciones y a partir de
ahí todo fue de mal en peor. Una situación desagradable cuyo
tratamiento por su parte nunca fue el adecuado. Cierto día,
cuando me sentía impotente para resolver un problema en el
encerado, un paquete de tiza lanzado por BG golpeó mi pómulo
derecho. Reaccioné con prontitud, dirigiéndome a mi pupitre
y sacando el tintero de plomo lo estrellé contra la chaqueta
del profesor. Jamás regresé a ese colegio.
No me extraña, pues, que Juan Vivas tenga pesadillas
nocturnas, porque no le cuadran las cuentas. A pesar de que
sabe mucho de números. Como bien le dijo Olivencia a
Arenas cuando la primera toma de posesión del
alcalde. Tras el voto de censura al GIL.
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