Leo, por pura casualidad, un
artículo sobre los visitadores médicos, a los que se les
tiene como especie en extinción, desde la ya pasada primera
década del siglo XXI. Visitadores médicos, o delegados de
empresas farmacéuticas, he conocido yo a más de uno, pero
solo hay uno con el que viví el servicio militar en el
Ministerio de Marina, cuando el ministro era Felipe
Abárzuza y Oliva.
Ramón Barrera, nacido en Huelva, llegó a Madrid tieso
como una mojama. La vida española, aunque había mejorado
mucho a principio de los sesenta, todavía no daba para que
los soldados de reemplazo tuvieran dinero suficiente para
pasar dos años sometidos al servicio de la patria. Ramón era
alto, bien parecido, y en posesión de una culturita para
andar por casa. Pero lo pasaba fatal.
La primera vez que coincidimos fue cuando el brigada
Allegue, destinado en el piso del ministro Abárzuza, nos
reunió a los infantes que habíamos sido elegidos para
prestar servicios tanto al ministro como a los ayudantes de
éste. Eso sí, un escalón por encima de nosotros estaban los
bedeles. Casi todos gallegos. Y con los bedeles había que
tener tanto o más cuidado que con los toros ya toreados.
En aquella enorme planta del ministerio, donde jefes y
oficiales eran de lo más florido, había un ministro
gaditano, corpulento, y que había sido profesor del príncipe
Juan Carlos. Así que Abárzuza, de carácter fuerte,
muy fuerte, aunque se le veía venir, era monárquico desde
los pies a la cabeza. La mujer del ministro, cuyo nombre
olvidé, era inglesa. Y nunca dejó de comportarse como lo que
era: una señora de las que nacen pocas.
Pues bien, vuelvo a mi querido amigo Ramón Barrera,
compañero de fatigas en el servicio militar, durante dos
interminables años. RB llegó a Ceuta, 22 años después, como
visitador de médicos. Y le dio por acudir un día al Hotel La
Muralla y se puso a largar de nuestro pasado en el
Ministerio de Marina ante la incredulidad de las fuerzas
vivas que estaban ese día en el ‘Rincón’ del
establecimiento.
Contó como él y yo fuimos seleccionados para acompañar al
ministro a la boda del príncipe Juan Carlos con la princesa
Sofía, debido a que el almirante Abárzuza fue
designado embajador de España en esa boda en Atenas. Dijo
que ambos formábamos parte de la escolta del ministro y de
su mujer. Y, cuando todos estaban entregados al relato, no
dudó en referir que yo me negué a ir a Grecia, alegando que
me ponía enfermo navegando. Y que embarcado en el buque
Canarias podía entregar mi alma a Dios.
Sus palabras, que estaban causando tanta sorpresa cual
interés entre los contertulios del rincón, alcanzaron su
momento culminante cuando le preguntaron si mi excusa fue
tomada en consideración o bien motivó algún disciplina en mi
contra.
Y Ramón, que era muy dado a decir su verdad, se manifestó
así: Manolo fue castigado y estuvo muchos días sin
pisar las calles madrileñas. Hasta que un buen día,
acompañando al matrimonio, es decir, al ministro y a su
mujer, por el paseo del Retiro, llegó al ministerio con la
grata noticia de que estaba perdonado y que no iba a Grecia.
Que podía seguir ganando su sueldo como futbolista en el
Carabanchel. Cuando yo regresé de Grecia, habiéndome mareado
en la travesía eterna, más de una vez, Manolo me preguntó
cómo era Grecia. Y le dije que solo había hambre y putas, en
mayo del 62. Lo contado por RB, visitante médico, parece que
fue ayer.
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