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OPINIÓN - DOMINGO, 13 DE ENERO DE 2013

 

OPINIÓN / EL OASIS

Cosas veredes
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Leo, por pura casualidad, un artículo sobre los visitadores médicos, a los que se les tiene como especie en extinción, desde la ya pasada primera década del siglo XXI. Visitadores médicos, o delegados de empresas farmacéuticas, he conocido yo a más de uno, pero solo hay uno con el que viví el servicio militar en el Ministerio de Marina, cuando el ministro era Felipe Abárzuza y Oliva.

Ramón Barrera, nacido en Huelva, llegó a Madrid tieso como una mojama. La vida española, aunque había mejorado mucho a principio de los sesenta, todavía no daba para que los soldados de reemplazo tuvieran dinero suficiente para pasar dos años sometidos al servicio de la patria. Ramón era alto, bien parecido, y en posesión de una culturita para andar por casa. Pero lo pasaba fatal.

La primera vez que coincidimos fue cuando el brigada Allegue, destinado en el piso del ministro Abárzuza, nos reunió a los infantes que habíamos sido elegidos para prestar servicios tanto al ministro como a los ayudantes de éste. Eso sí, un escalón por encima de nosotros estaban los bedeles. Casi todos gallegos. Y con los bedeles había que tener tanto o más cuidado que con los toros ya toreados.

En aquella enorme planta del ministerio, donde jefes y oficiales eran de lo más florido, había un ministro gaditano, corpulento, y que había sido profesor del príncipe Juan Carlos. Así que Abárzuza, de carácter fuerte, muy fuerte, aunque se le veía venir, era monárquico desde los pies a la cabeza. La mujer del ministro, cuyo nombre olvidé, era inglesa. Y nunca dejó de comportarse como lo que era: una señora de las que nacen pocas.

Pues bien, vuelvo a mi querido amigo Ramón Barrera, compañero de fatigas en el servicio militar, durante dos interminables años. RB llegó a Ceuta, 22 años después, como visitador de médicos. Y le dio por acudir un día al Hotel La Muralla y se puso a largar de nuestro pasado en el Ministerio de Marina ante la incredulidad de las fuerzas vivas que estaban ese día en el ‘Rincón’ del establecimiento.

Contó como él y yo fuimos seleccionados para acompañar al ministro a la boda del príncipe Juan Carlos con la princesa Sofía, debido a que el almirante Abárzuza fue designado embajador de España en esa boda en Atenas. Dijo que ambos formábamos parte de la escolta del ministro y de su mujer. Y, cuando todos estaban entregados al relato, no dudó en referir que yo me negué a ir a Grecia, alegando que me ponía enfermo navegando. Y que embarcado en el buque Canarias podía entregar mi alma a Dios.

Sus palabras, que estaban causando tanta sorpresa cual interés entre los contertulios del rincón, alcanzaron su momento culminante cuando le preguntaron si mi excusa fue tomada en consideración o bien motivó algún disciplina en mi contra.

Y Ramón, que era muy dado a decir su verdad, se manifestó así: Manolo fue castigado y estuvo muchos días sin pisar las calles madrileñas. Hasta que un buen día, acompañando al matrimonio, es decir, al ministro y a su mujer, por el paseo del Retiro, llegó al ministerio con la grata noticia de que estaba perdonado y que no iba a Grecia. Que podía seguir ganando su sueldo como futbolista en el Carabanchel. Cuando yo regresé de Grecia, habiéndome mareado en la travesía eterna, más de una vez, Manolo me preguntó cómo era Grecia. Y le dije que solo había hambre y putas, en mayo del 62. Lo contado por RB, visitante médico, parece que fue ayer.
 

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