Vivimos cada día sometidos a la caprichosa voluntad de los
vientos dominantes, desde la humedad hasta la luz, desde
nuestro ánimo hasta el pan que compramos a diario, todo está
sometido a algo tan efímero y voluble como la dirección en
que sopla el viento. Es tan así que consideramos normal que
nuestro carácter se vea afectado, que nuestra forma de ver
el mundo sea particular.
El levante significa una cosa, el poniente otra, algo que a
primera vista resulta difícil de explicar a los no
iniciados, supone una forma de vivir ajena a los ciclos
normales en otras latitudes de calor y frio. Ello tiene,
como no, sus consecuencias, hace de nosotros gente que
acepta con normalidad que todo sea relativo, que las cosas
cambian con facilidad, como el viento, aunque ello no quiere
decir que de verdad sea así.
Tomemos el socorrido ejemplo de la política, sin
minusvalorar a nadie, vivimos tiempos complicados y vemos
cómo las personas que se dedican a ello están, más que nunca
sometidos a la variabilidad de decisiones en ocasiones
contrapuestas, con cambios de rumbo súbitos, poco o nada
justificados y dependientes de factores no determinantes.
Cada vez más se entiende como un ejercicio de supervivencia
que como una noble actividad vocacional con fines sociales,
en los que debería primar la intención de mejorar a través
de un corpus de ideas o peor aun de ideales, que nos marcan
el camino que nos lleva hacia el futuro. En lugar de eso, el
pragmatismo o peor aun el dogmatismo, o aun peor el discurso
vacío se adueña de las formas y del fondo, para llevarnos de
un lugar común a otro, sin avanzar. Y no se trata de los que
ocupan el poder, al fin y al cabo es coyuntural, se trata en
general de una manera poco adecuada de llevar los ideales
que nos impulsan.
Todo se resume en derribar al contrario, poco importa que
tenga o no razón, da igual si lo que hace es correcto o no,
se trata de mantenerse en el candelero y si para eso hay que
denostar lo que sea aunque esté bien hecho, no hay problema,
se hace.
Cabría preguntarse por los límites, pero no se vislumbran
por ningún lado, todo es admisible con tal de hacerse
visibles y que están ahí para defender la voluntad popular,
poco importa que ello sea o no verdad, todo es cuestión de
arrogársela.
Si desde la trinchera de los que gobiernan intentan
contemporizar, son unos pusilánimes, sin pretender imponer
sus ideas unos dictadores, si ceden a la negociación unos
blandos. Da exactamente igual lo que hagan, siempre lo harán
mal a los ojos de los opositores, sin ni siquiera la
obligación moral de aportar contramedidas eficaces.
Lo vemos a diario, ahora con la nueva vicepresidencia en la
sombra, es cuando más terrible resulta todo esto, le dan
campo para que participe en el juego, capacidad de decisión
sin restarle capacidad de crítica, sin embargo siguen
soportando la justiciera denuncia diaria de lo que sea, a
eso se le llama crear un monstruo. El andamiaje básico que
soporta la democracia es el sufragio universal, libre y
secreto, y desde el momento en que se conforman las
mayorías, están deben asumir la responsabilidad de gobernar,
para lo bueno y para lo malo, tomando decisiones y
procurando llevar a cabo un programa electoral, sin por ello
dejar de estar sometido a la tutela y control de la
oposición. Hasta aquí es sencillo.
¿Pero que pasa cuando se hace dejación de funciones, cuando
no se cumple con el pacto sellado con los electores por el
cual reciben votos en señal de confianza en las propuestas y
en la capacidad para llevarlas a la práctica?
Pues pasa que en la siguiente ocasión los defraudados
electores pasan factura. Y es más fácil explicar
determinados incumplimientos programáticos que explicar
actuaciones por las que se cede a la singular idea de que la
suma de opuestos es posible, pero no lo es, no puede serlo
nunca y ello solo lleva al descredito.
Sin contar con la leve sonrisa que se lee en los labios de
aquellos que aprovechan la ocasión, sin rubor, para desde la
oposición, sin mancharse, sin desgastarse, sin tomar
decisiones que los señalen con el dedo, se permiten marcar
el rumbo de los que sí tienen la responsabilidad final.
Las preguntas, en última instancia, son quien es más
culpable, quien debe pagar por los errores ajenos y los
propios, quien debería plantearse si no es mejor solo que en
mala compañía, quien está legitimado para ejercer y quien
no.
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