A veces he contado la mucha
simpatía que despertó Carmen Romero en mí, cuando era
la mujer de Felipe González, siendo éste presidente
del Gobierno. Carmen vino a Ceuta cuando María del Carmen
Cerdeira gobernaba la ciudad. Y lo primero que hizo la
delegada del Gobierno, que se llevaba la mar de bien
conmigo, es servirme en bandeja una entrevista con la
primera dama de España. Y a ella acudí presto y sabiendo que
frente a mí se iban a sentar dos mujeres de personalidad
desbordantes.
Me citaron en la sede del partido socialista, sita en la
calle de Daoiz, y cuando llegué, con mi consabida
puntualidad, allí estaban ya ellas esperando al inquisidor.
Respiré hondo, con el fin de aquietar los nervios ante la
presencia de dos féminas acostumbradas a salir en los medios
cada dos por tres. Y, gracias a una pregunta, la primera que
le hice a Carmen Romero, me la gané para mi causa y ya todo
fue coser y cantar. Así que me lo pasé en grande. Y, desde
luego, me di cuenta de que estaba ante una señora que sí
daba muestras de interesarse por la política y por los
asuntos de su marido. Todo lo contrario a lo que se decía,
entonces, y se sigue diciendo aún.
Que es lo que he leído, en estos días, cuando se está
resaltando la figura de Elena Fernández Balboa, mujer
de Mariano Rajoy. Elena Fernández, ‘Viri’ para los
amigos, es tenida por mujer encantadora y discreta, pero
conocedora del terreno que pisa. Y, sobre todo, se dice de
ella que, al ser licenciada en Económicas y Empresariales,
sabe más de la cosa que su marido, por supuesto, y que les
da sopas con onda a ciertos ministros.
Elvira Fernández, además de sus títulos, ha currado en
algunas empresas, una de ellas fue Telefónica, la cual dejó
cuando su marido accedió a la presidencia. Y hasta ahora no
se había significado lo más mínimo. Parecía querer vivir
entre visillos: algo más que comprensible por mor de los
recortes que su querido esposo está llevando a cabo y que
han hecho posible que el comer se haya convertido en
artículo de lujo para innumerables españoles. Al cual no
deben acostumbrarse.
Pero, tras permanecer un año sin dar señales de vida, la
primera dama, aprovechando las fiestas navideñas, ha dado
muestras de su existencia al dejarse querer por los medios
que nos están contando su enorme comportamiento como ama de
casa en La Moncloa. Ama de casa que ha sabido disminuir los
gastos de su residencia en un 40%. Y nos describen de qué
manera lo ha logrado. Y, claro está, los periodistas de
cámara han lanzado las campanas al vuelo acerca de que a los
encantos de Viri, hipocorístico por el cual responde a sus
amigos, hay que sumarle lo ahorradora que es y lo mucho que
está contribuyendo a la austeridad implantada por el
Gobierno presidido por su querido esposo. Que es la mejor
manera, según dicen, de implicarse en la recuperación de la
economía española.
Y el mejor argumento esgrimido por los cronistas, de tan
ejemplar conducta, ha sido comunicarnos que los ministros y
sus esposas, invitados a La Moncloa, durante las fiestas,
degustaron langostinos congelados, comprados una semana
antes. Y a mí, créanme, me han dado ganas de llorar. Y hasta
de flagelarme. Por no haber sabido antes los sacrificios que
la primera dama viene imponiéndose e imponiendo a los suyos.
Incluido Rato.
Por consiguiente, a partir de ahora dedicaré todos mis
esfuerzos a propalar que los parados dejen de comer
langostinos del día.
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