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OPINIÓN - DOMINGO, 6 DE ENERO DE 2013

 
OPINIÓN

Alternar y no compartir

Por Luis Zarraluqui Sánchez Eznarriaga*


Para afrontar el estudio de la mal llamada custodia compartida, en realidad alternar, hay que partir de unas premisas que permitan un análisis ponderado de esta medida.

En primer lugar, que la custodia sobre los hijos menores forma parte de las funciones comprendidas en la patria potestad que, salvo casos excepcionales, corresponde por igual a ambos progenitores. Se independiza de la función parental, cuando los padres de un menor no viven juntos y, por lo tanto, no pueden ejercer el deber de cuidado sobre el menor los dos de forma simultánea. Tradicionalmente, al escindir la custodia de la patria potestad, como ésta sigue correspondiendo al padre y a la madre de forma, esta sí, compartida, por ser simultánea y no precisar de inmediación física, se atribuía a uno de los progenitores esta custodia, mientras que al otro se le otorgaba un derecho llamado de visitas. Este nombre se debía a que los contactos del niño con el no custodio eran escasos y breves. Como visitas.

Sin embargo, poco a poco estos contactos han ido ampliándose hasta el punto de cambiarse la denominación de esta relación, manteniendo el término visitas, pero añadiendo estancias y comunicaciones. Actualmente, un régimen tipo comprende fines de semana alternos, mitad de vacaciones escolares, algunos puentes y posiblemente una tarde entre semana, con pernocta. De esta manera, el tiempo del menor se reparte entre sus padres en una proporción aproximada de un tercio para el visitante y dos tercios para el custodio.

Por otra parte, hay que señalar que el contenido de la función a ejercer por cada padre durante el tiempo que viven con sus hijos es idéntica. Los dos tienen que velar por ellos, mantenerlos, cuidar de su educación, salud e higiene, vigilarlos, corregirlos. Lo mismo uno que otro. Lo único que ocurre es que no lo hacen simultáneamente, sino alternativamente, sucesivamente. La realidad es que, por acuerdo o por resolución judicial, sólo se determina el tiempo que los menores van a permanecer con uno u otro de sus padres.

Y sin embargo, pese a la intensidad de la relación, el compartimiento de la residencia y de la vida y la extensión de los periodos que los niños se encuentran con los dos padres, a la relación de uno de ellos se la denomina custodia o guarda y custodia y a la del otro, visitas. ¿Cual es la traducción social de esta situación? Uno de los padres tiene a los hijos, los ha ganado, el otro los ha perdido, se los han quitado. Uno queda con los hijos y el otro puede verlos. Uno es de primera, el otro de tercera. Y de esta diferencia se hacen eco los propios hijos, que sopesan la importancia y trascendencia de los dictados de sus padres bajo ese prisma. La influencia se desdibuja para el visitante y se acentúa para el custodio. Cuando se plantea una ruptura de la pareja y, como es normal, ambos progenitores quieren a sus hijos, los dos luchan por la custodia y el ganador la obtiene y el perdedor tiene que conformarse con el régimen de comunicaciones. No importa que este último sea muy extenso o, incluso, que medido aritméticamente el tiempo de permanencia de los hijos con cada uno de ellos, sea igual o muy parecido. Uno tiene la custodia y otro las visitas. Uno gana y otro pierde nada menos que a sus hijos. La calificación es lacerante.

La importancia de la semántica es enorme, aún sin tener en cuenta que legalmente la custodia lleva aparejada unas consecuencias de impacto esencial. Estos efectos, a la hora de luchar por su custodia, en ocasiones priman sobre el cariño por los hijos. Al que queda con la guarda de todos los hijos, le corresponde el uso gratuito del domicilio familiar, aunque el titular del mismo sea el otro progenitor. El custodio de los niños recibe y administra la pensión de los hijos que paga el otro.

Vivienda y pensión dotan a los niños de atractivos especiales. La custodia alterna (compartida) elimina la distinción entre los padres. A los dos se les reconoce la misma función. Lo que se reparte es el tiempo, que ni siquiera tiene que ser idéntico. Facilita algo que en el Derecho de Familia es esencial: la posibilidad de hacer un traje a la medida.

Cuatro Comunidades Autónomas, por el momento (se anuncian más) se han apresurado a legislar en esta materia. Alguna con una, por lo menos, dudosa capacidad legislativa.

Parten del propósito de calificar esta modalidad de distribución del tiempo de los menores entre sus padres. Para unos – los más – debe ser preferente; para otros, no. En el fondo son etiquetas inapropiadas. Tras ellas se oculta que el objeto a perseguir siempre es la forma de, dadas las circunstancias especiales de cada caso, determinar lo mejor para los niños. Y este es precisamente el caballo de batalla: cómo pueden llegar a saber qué es lo más beneficioso para el menor los llamados a resolver.

Porque mientras se discuten modelos y se ponderan en abstracto, nadie pone en marcha una auténtica Jurisdicción de Familia, extendida a todos los ciudadanos, sin perjuicio del lugar de su residencia. Con órganos judiciales vocacionales, debida y especialmente preparados para este enjuiciamiento.

Con un defensor de los menores implicados, independiente de los de sus padres, cuyos intereses pueden ser contrapuestos con los suyos. Con medios técnicos independientes y adecuados, integrados en el Poder Judicial, de donde están actualmente marginados como auxiliares de la Administración de Justicia.

En fin, no por tanto legislar, amanece más temprano.

Intentemos poner el énfasis en la recta y rápida aplicación de los principios. En interés de los niños. Y de los padres.

* Abogado.
 

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