La primera vez que yo supe del
Hotel La Muralla, de la importancia que tenía en esta
ciudad, fue por medio de Guillermo Valero: vendedor de vinos
de las Bodegas Terry, y un personaje enamorado hasta las
cachas de Ceuta.
Guillermo Valero, cuando ambos participábamos en tertulia
distendida en los bares de la Ribera del Marisco, en El
Puerto de Santa María, allá cuando los años sesenta estaban
dando las boqueadas, siempre nos insistía en que visitásemos
Ceuta y nos hospedásemos en ‘el Muralla’…
En el año 71, me vi precisado a recurrir a los buenos
servicios de mi amigo Guillermo a fin de que el Portuense,
dirigido por mí, pudiera alojarse en ‘el Muralla’. Pero fue
imposible lograrlo, a pesar de sus buenos oficios. Ya que el
hotel estaba a tente bonete: lleno a más no poder. Aun así,
acompañado por mi amigo, tuve la oportunidad de conocer a
varios empleados y fue, además, quien me presentó a
Eduardo Hernández Lobillo: alma de aquel rincón
sobresaliente de la barra de una cafetería donde hablar era
posible sin tener que levantar la voz.
Fue en el verano del 82, un 18 de julio, cuando yo llegué a
Ceuta y me instalé en el Hotel La Muralla. Que contaba con
jóvenes empleados atiborrados de profesionalidad y que
derrochaban ilusiones hosteleras por todos los poros de su
cuerpo. El hotel era centro de reuniones y cita obligada
para cuantos visitantes quisieran relacionarse en la ciudad.
Con todos aquellos jóvenes empleados del hotel, convertido
luego en Parador, nunca dejé yo de acrecentar mi amistad.
Los vi crecer en edad, en conocimientos, y muchas fueron las
veces, durante más de treinta años, que compartimos
pareceres o me hicieron disfrutar de sus alegrías:
casamientos, bautizos, e hijos que iban progresando en
cualquier faceta. También, cómo no, ocasión hubo para
solidarizarnos con los contratiempos que vivimos cada cual.
Podría escribir nombres de empleados del Hotel Parador La
Muralla con los que sigo manteniendo, tras más de treinta
años, casi nada, las amistosas relaciones que se forjaron
bien pronto. El trato que me han dispensado ha sido siempre
motivo de estímulo para mí. Nunca una palabra más alta que
otra. Nunca un desaire. Jamás un reproche. Muestra de
amistad que los jóvenes que se iban incorporando a la tarea
hacían suya con celeridad.
No quiero dar nombres de cuantos amigos tengo en el Parador
Hotel La Muralla. Y no lo hago porque la emoción me pueda,
que también, sino porque no deseo olvidarme de ninguno.
Sería error que no me perdonaría. Lo que sí haré, cuando las
peores predicciones parecen que se han cumplido, es decir,
que quienes dirigen Paradores están decididos a cerrar el
restaurante de un establecimiento emblemático de la ciudad,
es gritar con todas mis fuerzas maldiciones contra quienes
están dispuestos a cometer tal desatino. Lo siento. Pero la
noticia me ha hecho acordarme de las autoridades
incompetentes.
Que son las que en vez de luchar denodadamente por el
Parador Hotel La Muralla, por el bien de esta tierra, han
decidido meter la cabeza debajo del ala. Aunque sean
conscientes de que pasarán a la historia con semejante
baldón. Mancha de incuestionable dimensión y que hará mella,
sobre todo, en el máximo responsable de esta ciudad.
Marinera, sÍ; pero con un capitán que se ha desentendido de
un naufragio que les costará padecer lo indecible a quienes
se verán privados de navegar en la tarea de su vida…
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