Un año, siendo yo muchacho que
estaba aún en ese período de tanteo, o sea, calibrando mi
nivel educativo, mis aptitudes, mis posibilidades reales,
para armonizarlas con mis intereses laborales, me ofrecieron
trabajar como temporero en el Ayuntamiento de mi pueblo. Y
acepté el empleo de seis meses comprendidos entre marzo y
agosto del año 56.
Me destinaron a la consejería de festejos. Al frente del
cual estaba un primer oficial que hacía, cada dos por tres,
de secretario accidental. Debido a que el secretario cumplía
las mismas funciones en uno de los pueblos blancos de la
serranía gaditana. Pues alguien me dijo que en aquel tiempo
escaseaban los secretarios de carrera.
El Ayuntamiento funcionaba sin necesidad de que el alcalde
estuviera en su despacho más que el tiempo preciso. Ya que
delegaba en los funcionarios quienes a, su vez, contaban con
los jefes de negociados que rendían cuentas al primer
oficial y éste al secretario. Y, desde luego, mucho tenían
que decir interventor y tesorero.
El alcalde, además, contaba con un secretario particular, de
su total confianza. Sí, ya sé que el alcalde era elegido por
el Gobernador civil y no pocas veces la alcaldía recaía en
una persona rica. Así como las elecciones de concejales se
regían por el sistema de tercios de las leyes del régimen de
Franco. La que indicaba, con buen criterio, que a los tres
años debían ser renovados. Así que los concejales duraban en
el cargo nada y menos.
Ni se les ocurra pensar que yo pertenezca a esa banda de los
convencidos de que tiempos pasados fueron mejores. Ni por
asomo. Pero tampoco conviene desdeñar que en aquellos
entonces hubiera modelos municipales de gobernar que bien
podrían ser aprovechados, tras limarles las asperezas
adecuadas, a fin de recuperarlos para los tiempos que
corren.
Desde 1974 hasta la fecha, dicho a vuela pluma, el sufragio
universal de los concejales y diputados es descafeinado. Ya
que éstos proceden de una lista que hacen los partidos a
modo y semejanza de quien más manda en cada uno. Y, claro
es, forman muchedumbre que atiende más a sus intereses que a
los de los ciudadanos. Y es que, por encima de todo, prima
el deseo evidente de medrar. Lo cual convierte a la mayoría
en profesionales de la política. Es decir, que se eternizan
en los cargos. Cargos que, a su vez, tienden a rodearse de
asesores y correveidiles con sueldos de mucha consideración.
Y, lo peor de todo, sin ningún fin práctico. Puesto que son
los funcionarios quienes deberían cumplir con las misiones
que se arrogan casi todos los susodichos.
Viene al caso este preámbulo, hecho de prisa y corriendo y
sin el menor ánimo de entrar a debatir con profesionales del
asunto, para volver a redoblar el tambor de las injusticias
que se vienen produciendo: ¿cómo es posible que haya
alcaldes ganando cantidades fabulosas cuando en España la
miseria se extiende tan tupida como las enredaderas sobre
las tapias de los cementerios? ¿Cómo es posible que haya
cargos que ganen una fortuna por el mero hecho de pertenecer
a un partido y tener capacidad de domeñar la voluntad de los
más rebeldes? ¿Cómo es posible, aprovecho la ocasión, que
haya tantos senadores comiendo a costa del erario público
para servir de voceros inútiles? ¿Cuándo se reducirán los
políticos profesionales a la mitad? Pues hay 450.000.
Es el grito de la calle. Y alguien tendrá que oírlo. Digo
yo.
|