Creo haber dicho ya -pero voy a
repetirlo por si alguien no lo sabe-, que, últimamente,
suelo apagar el televisor en cuanto aparece Mariano Rajoy
en la pantalla. Y lo hago para que sus palabras no
quebranten mi salud. Ya que a ciertas edades uno ya no está
para soportar discursos de individuo alguno, anunciando
desgracias, acompañadas de lágrimas de cocodrilo.
Se me hace imposible, y creo que lo mismo les pasará a
muchísimas personas, a innumerables personas, prestarle
atención a alguien, aunque éste alguien sea el presidente
del Gobierno de España, cuando, en el colmo de la hipocresía
y falta de sinceridad, finge desconcierto, lamentaciones y
demás expresiones de congoja, a fin de mover a compasión. Y
así lograr con más facilidad hacer el mayor número de
miserables entre los más débiles.
Los más débiles están ya de Rajoy hasta los huevos. Después
de su comparecencia en la televisión. Lo cual no me extraña,
tras haber leído lo que ha dicho para justificar las
decisiones que ha tomado durante el año que lleva habitando
en El Palacio de la Moncloa.
En principio, convendría que Arriola, asesor
privilegiado de don Mariano, le dijera a éste que ya va
siendo hora de que se olvide de Zapatero y de cuando
los socialistas gobernaban. Porque da grima oírle decir, al
presidente, con insistencia de mameluco, que él desconocía
el tamaño de la crisis que le esperaba. Cuando su partido
gobernaba en varias autonomías y en las cajas de ahorros
intervenidas.
Hay que recordarle a Rajoy que ya va siendo hora de que
reconozca que siempre tuvo en mente poner en práctica la
máxima de Tierno Galván: “Las promesas electorales se
hacen para no cumplirlas”. Que es lo que ha venido haciendo
desde que tomó posesión de su cargo. Y, por tanto, no
debería sorprenderse cuando le tildan de mentiroso
compulsivo.
Las medidas que ha tomado el Gobierno de España, en cuanto a
recortes y demás cuestiones relativas a combatir el déficit,
son draconianas. Y, como muestra, ahí está el botón de seis
millones de parados y los centros sociales atiborrados de
personas que buscan desesperadamente el cuenco de sopa
caliente y un bollo de pan.
Con lo cual España tiene todas las trazas de volver a ser
aquel país del siglo XVII -por poner un ejemplo-: ruinoso,
corrupto, decadente, miserable. Un país donde se les pide a
los pobres que soporten estoicamente las necesidades y que
se aguanten con las medidas tomadas que serán la alegría del
mañana. Encima, con la que está cayendo, se nos dice que las
desgracias actuales hay que aceptarlas con resignación
cristiana. Y hasta puede que un día seamos considerados
mártires.
Mártires no. Pero como benditos sí tendrían que ser
mencionados todos esos padres que comparten su pasable
bienestar, ganado con enormes sacrificios durante su vida
laboral, con los hijos que se encuentran sin dinero para
poder poner la olla diaria. Lo cual no deja de ser una
auténtica vergüenza en el siglo XXI.
Un siglo, recién empezado, donde la corrupción impera por
doquier. Y hasta un juez de Barcelona se permite el lujo de
no querer indagar en cómo la familia Pujol se ha
hecho con una fortuna de aquí te espero. Mientras Rajoy, con
lágrimas de cocodrilo, nos dice que, si 2012 ha sido un año
horrible, en el 2013 nos vamos a enterar de lo que vale un
peine. Y se queda tan pancho. O sea.
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