Se nos da una vida y un tiempo
para edificar el futuro. Somos el instante preciso y
precioso. A nosotros nos corresponde dar continuidad a ese
momento, hacernos al tiempo, trabajar con el tiempo,
sabiendo que el día que precede nos enseña al siguiente. Así
vamos pasando los meses y los años, encadenados a un pasado,
que todos tenemos y a todos nos pertenece. El presente suele
escaparse de las manos, aunque sea nuestro. Y el futuro casi
siempre nos sorprende, llega de inmediato. Caminamos, pues,
entre un mañana que llega demasiado pronto y una realidad en
la que nos movemos entre la nostalgia y la ilusión. De ahí,
que al pasar de un año a otro, nos conmuevan los recuerdos y
se activen las preguntas.
Cuando menos resultan inquietantes las estampas vividas en
un mundo cada día más globalizado. Los sucesos no se pueden
ignorar. Se pueden cerrar los ojos, pero el tiempo acaba
descubriendo la verdad. Por desgracia, por esta corriente de
la vida se teje una espiral de violencia sin control, que
debiéramos pararla cuanto antes. Los combates y las
violaciones a los derechos humanos se han convertido en un
permanente diario en muchos países. La marea de armas es tan
fuerte que nos está dejando sin respiración. Ahí están las
dramáticas consecuencias del tráfico ilícito de armas,
cuestión que debe hacernos reflexionar cuanto antes. Se
deben establecer nuevos mecanismos de control, con una
regulación internacional más estricta. Sucede, en ocasiones,
que las armas son más fáciles de obtener que los alimentos,
la vivienda o la educación. El futuro hay que edificarlo no
con armas, sino desde el respeto a la vida humana,
condenando cualquier masacre, corrigiendo los obstáculos
para la solución pacífica de los conflictos.
El tiempo es esencial para edificar otro futuro más humano y
más liberador de la persona humana. Tenemos que actuar
rápidamente, enviar mensajes claros y contundentes a
naciones que incumplen tratados internacionales, que
sobrepasan las líneas rojas de los derechos humanos, que
fabrican bombas en lugar de inventarse programas que aviven
la convivencia, o que elaboran eventos que nos desunen por
su injusticia. Estamos, al día de hoy, en un camino inseguro
y temible. No podemos pensar que avanzamos cultivando la
intolerancia, provocando miedo, sembrando desorden,
desestabilizando. Tampoco sigamos batiéndonos en duelo unos
contra otros movidos por el interés, lo único que debe
movernos son los derechos de todos y de cada uno. Si es un
deber respetar los derechos de los demás es también un deber
mantener los propios.
La paz de cada día debiera estar como prioridad en la agenda
de todos los líderes del mundo. Tenemos que tener voluntad
de lograrla. Esto es fundamental. Si uno no quiere dos no se
pelean. Hay que trabajar duro (y unidos) por conseguirla,
pero merece la pena. Quizás debamos transformar nuestra
forma de pensar. Todos somos necesarios e imprescindibles en
este mundo global. Testimonios como el de Malala Yousafzai,
una adolescente pakistaní de quince años que sobrevivió a un
intento de asesinato de los talibanes, que la acusaron de
promover la educación para las niñas, nos hacen pensar de
que el cambio es posible. Los terroristas mostraron que lo
que más miedo les da es una niña con un libro.
Está visto que no es suficiente con hablar de paz, es
momento de acciones concretas para que disminuyan los
conflictos, la pobreza, los desacatos a derechos humanos.
Naciones Unidas sigue siendo ese foro preciso y necesario.
Es lícito debatir y resolver el futuro que queremos, desde
la comprensión y la libertad. Evidentemente, el querer lo es
todo en la vida, se dice que la voluntad mueve montañas. Por
tanto, todos tenemos la oportunidad de labrarnos un futuro
donde colocar los sueños. ¡Despierta!.
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