Llegó el 2000 y se le hicieron los
honores correspondientes al comienzo de una época que dejaba
atrás mil años y un siglo –el XX- cuyas guerras habían sido
devastadoras y crueles. Todos nos la prometíamos muy felices
por los logros conseguidos.
Los de más edad, que tanto habíamos sufrido durante los años
del miedo y del hambre canina, solíamos decirles a los
jóvenes lo afortunados que eran por ser ciudadanos de una
etapa de la vida tan adelantada en todos los aspectos.
Corrían tiempos de bonanza económica y la juventud parecía
centrada únicamente en cómo divertirse más y mejor.
Cierto es que la gente se había dado cuenta ya de que no era
tan fácil hacerse rico, como años antes habían venido
anunciando políticos de todos los colores. Pero el sentir
mayoritario era que en España se vivía muy bien y que el
dinero estaba para derrocharlo.
Incluso las autoridades le recomendaban al gobernador del
Banco de España que dejara de opinar en contra de las
personas que habían decidido endeudarse aun a costa de
quedarse expuestas a una situación de precariedad por
pérdida de empleo o por el surgimiento de cualquier
contratiempo al que los menos pudientes estamos abocados.
Nació el 2000 entre vítores. Corría el vino y la alegría. Y
la impresión generalizada era que aún quedaban suficientes
oportunidades para dar pelotazos y amasar una fortuna en un
abrir y cerrar de ojos. A la hora del aperitivo, en los
corrillos se hablaba sólo de millones dedicados a la
construcción y salían a relucir las cuantiosas comisiones
que repartían las empresas especializadas en el cemento y el
ladrillo. Políticos y constructores se tableteaban las
espaldas a cada instante y se sentían aliados de una causa
que les hacía llenar la faltriquera.
Quien escribe fue observador, durante esos años tan felices,
de conductas y testigo de muchas amistades ficticias. Porque
estaban basadas en intereses que necesitaban de
demostraciones de inocencia. La cual no se vislumbraba por
ningún sitio.
Conviene decir, cuanto antes, que mantener el tipo de la
honradez en aquellos entonces era tarea complicada. Ya que
todos estamos expuestos a tener un mal día y poner la mano
de la rendición y quedar convertido, en un santiamén, en un
sobrecogedor más. Los sobrecogedores fueron dejando huellas.
Los hubo que lucían unas prisas enormes por trincar. Los
delataban los muchos nervios que mostraban cuando se
acercaba la hora de pactar el motivo para poder llevárselo
calentito.
De pronto, un día nos levantamos y nos encontramos con que
el invento se había venido abajo. Que la burbuja
inmobiliaria se había desinflado como una pompa de jabón
Lagarto. Que ya nadie se fiaba de nadie y que la ruina
comenzaba a imperar. Principió la desbandada general. La
alegría fue remitiendo y las amistades entre políticos y
empresarios acabaron, en muchos casos, como el rosario de la
aurora.
Entre ellos, entre unos y otros, cundió la desconfianza. La
enorme desconfianza que suele cundir cuando los políticos
corruptos dejan de recibir dinero por hacer cosas que los
ponen en situación de tener que demostrar que son inocentes.
Políticos que tienen que demostrar su inocencia los hay
montones. Lo digo porque en España no existe la figura del
presunto culpable. El 2000, todavía adolescente, ha cambiado
muchas vidas. Y lo que te rondaré, morena.
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