Durante la Edad Media se establece el concepto
patrimonialista del Estado, de forma que el rey es dueño de
bienes y haciendas, es decir el único poseedor tanto del
territorio sobre el que gobierna, como de todo lo que
contiene. Surgen así los primeros estados que, tras años de
guerras, herencias y sucesiones, conforman el panorama de
Europa.
Habrá que esperar hasta el siglo XVIII para que aparezca el
concepto de nacionalismo asociado al de ideología, en el
contexto de la denominada Era de las Revoluciones. En esta
concepción surge el nacionalismo referido a un determinado
territorio, por lo que refleja la fusión de dos principios
básicos, por un lado la soberanía nacional y por otro la
nacionalidad.
En este punto cabría entender que el término nacionalismo
engloba diferentes visiones políticas, por lo que adquiere
connotaciones sentimentales que afectan a la hora de
comprender la pertenencia a la nación, que se antepone a las
concepciones particulares de cada opción política. Todo ello
sirve de aglutinante para defender determinados contenidos y
acciones políticas, es decir más allá de las ideas está el
sentimiento nacional. Así vemos cómo en el siglo XIX surge
el nacionalismo romántico, o el auge del fascismo en la
Europa entre guerras, en el que el nacionalismo se incorpora
a las ideas fascistas sin complejos, y durante la posterior
época de descolonización, a mediados del siglo XX , se
vinculan ambas ideas bajo el denominado derecho de
autodeterminación de los pueblos.
En la evolución histórica puede verse que cualquier forma de
nacionalismo parte de una premisa falsa, ya que si una
población forma una nación, cualquier grupo social que se
apoye en la creencia de algún tipo de cultura común, cumple
con las condiciones y por tanto puede ser denominado pueblo
o nación, lo que nos llevaría al absurdo de considerar con
capacidad de autodeterminación a todo aquel que lo
reivindicara bajo una bandera propia, algo parecido al
feudalismo, en el que los grandes señores ocupaban un
territorio y lo gobernaban a su antojo, salvando las
distancias claro.
Las razones por las que el concepto se ha mantenido a lo
largo de los siglos se basan en su poderoso atractivo: la
pertenencia. Así entendido, al hombre como ser social que
es, le gusta pertenecer a un grupo, le resulta ventajoso y
ayuda a su consolidación como individuo.
Llevado al extremo estamos hablando de un concepto
ancestral, la tribu. No es difícil encontrar ejemplos, pero
quizás uno de los mas significativos sea el futbol, en el
que cada aficionado defiende a su equipo y se siente cómodo
con lo que también lo hacen, frente a los demás que son
hinchas de otros equipos, los colores, himnos y banderas
facilitan esa adopción identitaria. Otro ejemplo lo conforma
cualquier nación en la que se produce un ataque exterior, la
reacción es inmediata, se olvidan los problemas y se da
valor únicamente a la pertenencia a la nación objeto de
ataque.
Visto desde una óptica objetiva, caben numerosas críticas a
esos postulados, ya que no resulta fácil explicar y entender
que tenga necesariamente que haber vínculos inquebrantables
entre los diferentes grupos que conforman una nación, así
como tampoco resulta sencillo explicar qué es una identidad
nacional, a no ser que se creen artificialmente, como
realmente ocurre en muchos casos.
Si lo observamos desde una perspectiva étnica, el concepto
tampoco sale muy bien parado, puesto que prima elementos de
carácter racial o social que poco tienen que ver con la
realidad multicultural que nos rodea. Y si tomamos ejemplos
recientes como la guerra de los Balcanes, resulta
inaceptable que pueda llegarse a extremos tales como la
limpieza étnica para garantizar la existencia de territorios
limpios de elementos ajenos a la cultura propia, resulta
aberrante.
La diversidad cultural y étnica, la mezcla de diferentes
razas, credos y pueblos, forma parte de un mundo cambiante
como el actual y la propuesta de modelos identitarios queda
cada día más lejos de la realidad.
CEstos movimientos pendulares llevan de un extremo a otro,
arrastrando consigo a personas que aceptan sin cuestionar
todo aquello que emana de los órganos de poder nacionalista,
sabiendo además que poner en duda cuestiones que afectan a
la identidad nacionalista, les convierte poco menos que en
traidores a la patria.
El análisis es de tristes consecuencias, ya que hagamos lo
que hagamos desde fuera siempre chocaremos con ese afán en
el que las personas son solo banderas de fe inquebrantable.
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