Desde tiempos inmemoriales ya
formaba parte de la propia curación el deseo de ser curado.
Por consiguiente, aparte de que sean saludables los buenos
deseos, además vencen el miedo, e infunden en nosotros una
tranquilidad y un sosiego que se agradece en estos tiempos
de incertidumbre. Por desgracia, hoy en día, tendemos a
anhelar determinados bienes concretos, para nada
espirituales, cuando en realidad lo que en verdad nos llena
son las inquietudes del alma y no las del cuerpo, la
donación interior y no el carruaje externo con el que a
veces vivimos. Es a través del amor, cómo los seres humanos
se engrandecen, superan todos los obstáculos, puesto que si
en verdad quiero el bien del otro, debo ponerme a su
servicio, sin condiciones, ni condicionante alguno.
Somos una especie, con un corazón inquieto, que busca el
deseo permanentemente. De ahí la esperanza por conocer el
agua que empapa esta tierra o la luz misma que hace brillar
las cosas hasta darles vida. Buscamos ese Absoluto, ese
horizonte que enciende el sentido de la belleza, y que nos
hace experimentar esa felicidad cuya nostalgia portamos en
nuestros espacios interiores. Es la dimensión transcendente
la que nos hace pensar sobre nuestra misión en este mundo.
Por eso, sería un gran avance pensar en los buenos deseos,
pero desde una pedagogía del corazón, y para esto no es
necesario tener creencia alguna. El mismo amor nos eleva,
domina todas las cosas y sobre él nadie tiene dominio. No
hay nada más fuerte.
Por si mismos tenemos que formarnos, o reafirmarnos, en el
gusto por las auténticas alegrías de la vida. Cuidado con
los objetos del deseo incapaces de saciar el alma. Son
muchas las personas que a diario se decepcionan y tienen una
sensación de vacío. Si algo caracteriza el momento actual
radica en la siembra de confusiones. No se trata de tomar
cualquier deseo, en ocasiones será preciso liberarnos de ese
deseo, que lo único que hace es desalentarnos, restarnos
libertad, prostituirnos, hacernos el camino más cuesta
arriba. En el fondo todos necesitamos interrogarnos con
sinceridad por el dinamismo del propio deseo de verdad y de
bien.
En la verdad no puede haber tonos, es la claridad la que nos
sacia, la que nos da la armonía que todos ansiamos, y que,
en este tiempo, tanto vociferamos sin darnos cuenta en la
mayoría de las ocasiones. Si deseáramos la paz de corazón,
auténticamente, no sembraríamos propaganda sectaria o
interesada, tampoco manipularíamos conceptos. He aquí un
ejemplo de tantos. La persistente práctica de imponer la
etiqueta de enemigo, a quienes no comparten las mismas
posiciones que nosotros. Es la no verdad, el menosprecio de
la verdad, lo que viene generando agresión hacia aquellas
personas que apelan a la libertad de pensamiento o
expresión. No olvidemos que el bien de cualquier ser humano
consiste en habitar en la verdad y en tener el valor y la
valía de ejecutarla.
A mi no me gustan los buenos deseos que se quedan en los
labios. Ciertamente, todos tenemos el apetito de ponernos en
contacto con los otros, pero lamentablemente son
aspiraciones muchas veces interesadas. Hoy el espíritu del
mundo no camina por los derroteros de entregarse a los demás
desinteresadamente. Se incentiva cada vez más el deseo de
acumular riqueza, poder, posición social. Si esa donación de
deseos fuese verdaderamente genuina, la pobreza no
existiría, ni el ansia de lucro que tanto desvela a esta
sociedad de avaros que izan la bandera de la mentira para
taparse los colores del alma.
Hay mucho dolor sembrado en el mundo que despierta en los
corazones más deseos de revancha y venganza que los deseos
de verdad y bien, que por estas fechas, por cierto tan
significativas para la fe cristiana, nos injertamos
superficialmente los unos a los otros. De pronto surge un
afán de devoción pasajera, estimulada por los países
pudientes, como si los pobres solo tuviesen necesidad de pan
por el tiempo litúrgico de la Navidad y Epifanía. Quizás sea
para acallar la conciencia, no en vano es una de las mayores
injusticias de la especie humana permitir que existan
personas que apenas tengan lo indispensable para vivir, y
muchas de ellas, ni siquiera lo indispensable, feneciendo en
una miseria absurda e inhumana, mientras otros derrochan sus
bienes.
Es esto, lo indispensable, lo que nosotros tenemos que donar
con el cariño preciso de los buenos propósitos. Con un
diálogo sincero, paciente y humilde, para poder escuchar y
comprender la situación de los demás, será la manera de
poder avanzar hacia esa estrella de la luz que todos
buscamos y todos nos merecemos. Quizás hoy más que nunca sea
hora de cultivar en el corazón, junto al corazón de los
demás, los buenos deseos de fraternidad, de justicia y de
paz. Se puede tener la sensación de impotencia frente a las
diversas crisis y a los desconciertos actuales, pero el
futuro está en las manos de la verdad y en el corazón de los
que esparcen el bien.
A mi juicio, el mejor deseo, es el compromiso de afrontar
todos unidos, con serenidad y solidaridad, nuestra propia
responsabilidad humana, para servir con humanidad y
generosidad al bien colectivo. Sin duda, un ser humano
satisfecho tiene todas las llaves para ser una buena
persona. Por otra parte, ese deseo desordenado nacido de la
insensibilidad habría que apartarlo de nuestro camino. Son
los deseos del supremo bien los que nos hacen sentirnos
felices, porque la felicidad es darse cuenta de que el amor
es lo único importante de esta vida, que aún no sabemos
vivirla con AMOR. La receta de San Agustín puede ayudarnos a
despejar el camino: “Ama y haz lo que quieras. Si callas,
callarás con amor; si gritas, gritarás con amor; si
corriges, corregirás con amor, si perdonas, perdonarás con
amor”. No se puede decir más claro, ni más hondo.
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