Yo viví parte de mi adolescencia
rodeado de mujeres. Hubo un tiempo en el cual disfruté de
las atenciones de mi madre y también de sus hermanas. Que
eran tres. En tiempos difíciles, como fueron los de la
postguerra, bien pronto supe apreciar la voluntad y el valor
de todas ellas.
Voluntad y valor eran las armas de las que disponían para
enfrentarse a las situaciones penosas, a los conflictos
afectivos, a las rivalidades personales. Asumían con enorme
determinación los riesgos necesarios para poner fin a
situaciones ante las que los hombres se convertían en seres
dubitativos, vacilantes y temerosos.
Descubrí, entonces, que las mujeres eran muy fuertes
físicamente. Y con el paso del tiempo comprendí que se había
acabado el viejo mito de la Dama de las Camelias. Hasta el
punto de que los hombres tenemos más que asumidos que ellas
ni son frágiles, ni evanescentes, sino más bien robustas,
duras ante el dolor y dispuestas a enterrarnos. Cuentan con
una resistencia física extraordinaria. Vigor físico que nos
apabulla a los varones.
Creo que todos nos hemos preguntado, alguna vez, cómo es
posible que haya mujeres trabajando de pie cuando esperan un
hijo. Y qué decir de las que habiéndole sido diagnosticado
un cáncer acuden al trabajo estando sometidas a los efectos
del tratamiento consiguiente y más que conocido. Pues las
hay. Yo las he visto.
Yo he visto a una mujer luchar denodadamente contra su
enfermedad. Con una fortaleza de ánimo que llamaba la
atención de cuantos la tratábamos diariamente. Con una
entereza que nos hacía sentirnos estúpidos cuando nos
quejábamos por nada y menos. Por una simple lumbalgia. O por
un enfriamiento de tres al cuarto.
Su vitalidad, la de esa mujer, cuyo nombre mencionaré en
cualquier momento, no solo le valía para darle un regate a
su dolencia, sino que también le proporcionaba fuerzas
suficientes para acudir a su trabajo todos los días. Incluso
me consta que se dirigió al director del establecimiento
rogándole que la dejara trabajar con su pañuelo en la
cabeza, mientras atendía a muchos clientes, entre los que
nos hallábamos quienes sabíamos las dificultades por las que
estaba pasando.
La mujer, a la que me estoy refiriendo, ha estado dos veces
sometida a una situación de estrés enorme, debido al
padecimiento ya reseñado. Y durante muchos días supo
compaginar su recuperación con sus tareas laborales. Sin
pedir la baja. Sin dejar de arrimar el hombro. Sin
esconderse. Y, por supuesto, sin acudir al hotel
lamentándose de su mal sino. Todo lo contrario.
Isabel Gaspar –sé que a ella no le va a gustar que airee su
nombre- estuvo siempre en su sitio y cuando le preguntábamos
por su salud solía responder con la sonrisa en la boca y esa
educación portuguesa que mantiene siempre en su relación con
los clientes.
IG lleva nueve años trabajando en el Hotel Tryp. Nueve años
que la llevo yo tratando a ella y a su marido. Conocida,
pues, su trayectoria vital, bien haría cualquier asociación
de mujeres interesándose por la actitud de una señora que
merece ser candidata al Premio María de Eza. Porque entiendo
que su trayectoria laboral, sometida a los vaivenes de su
enfermedad, contribuyó a ampliar el valor y el sacrificio de
las mujeres en general.
Sé que Isabel refunfuñará al verse en los papeles. Pues le
agrada pasar inadvertida. Asimismo me consta que mi petición
caerá en saco roto. Pero deseo hacerla.
|