Navidad es la fiesta de la vida
como luz, del ser humano como ser único, de la humanidad en
su conjunto como ser social. El mismo Jesús llegó al mundo
entre cientos de gentes, al igual que hemos venido todos
nosotros, de manera singular e irrepetible. Bajo esta
expresión mística, la propia naturaleza humana, quedó
embellecida para siempre. Tal acontecimiento debe inducirnos
a pensar más y, así, conducirnos a un cambio de mentalidad,
a una visión más comprensiva de las cosas, a un saber mirar
y ver los horizontes más allá de la propia materia, a
trazarnos otras aspiraciones con renovada energía, de modo
que también nuestro gozo de vivir no sea superficial, sino
profundo.
Ciertamente, la liturgia navideña, nos trasciende a un
sentido que, a poco que lo activemos, nos toca las cuerdas
del corazón. Sin embargo, si buscamos hallaremos estampas
contrapuestas con esta fiesta de las fiestas. A un lado,
encontraremos muchos niños hambrientos de amor. Al otro,
personas celebrando la fiesta del consumo, derrochando
bienes que son de todos. Tenemos que aprender a vivir en
comunidad y a meditar en soledad. Aún no lo hemos
conseguido. La reflexión siempre es saludable. Nos acerca
hacia la razón creadora de las cosas. No olvidemos que somos
permanentes exploradores en un mundo no siempre luminoso de
autenticidades.
Por cierto, los generadores de mentiras siguen en plena
forma, transmitiendo por doquier sus violencias, sus hechos
macabros, sus realidades engañosas. Qué bueno sería el mundo
si hubiésemos conservado los ojos de la inocencia.
Precisamente, Dios se ha manifestado en un niño, en toda su
pobreza y sumisión, y ese encuentro con la humildad se
transformó en una verdadera fiesta, donde todo era paz y
alegría, bondad y verso. Sin duda, un efectivo modelo para
este tiempo de tantos terrores y temores, de falta de
fraternidad y de visiones desconcertantes.
Vuelva la genuina Navidad a poblar los caminos de la tierra.
Desterremos de nosotros el orgullo del poder, la codicia por
acumular poder, la fiebre egoísta del que piensa
exclusivamente en sí mismo. Este espíritu de contradicción,
insensible a los males ajenos, no encaja en los acordes del
mensaje de Belén, donde la paz, ante todo y sobre todo, es
una realidad interior de la persona. Por eso la Navidad nos
congrega y nos invita a unirnos y a reunirnos, a convivir y
a vivir, a ser parte de esa respiración fraternal, alrededor
de un recuerdo para quien cree y para quien no cree,
invitándonos a una experiencia íntima de familia.
Es bueno, por consiguiente, que entremos en nuestra propia
alma y nos dejemos empapar de la humildad de ese niño, que
resultó ser Dios, pero que se dejó tocar y querer, para que
floreciera de nuevo el árbol de la vida en el desierto de la
humanidad. En el pesebre lo contemplamos despojado de
bienes, totalmente pobre, llamándonos año tras año para que
nos pongamos en camino, a fin de hacernos personas nuevas en
un mundo nuevo. La vía hacia esa extrema sencillez lo que
hace es entusiasmarnos y aproximarnos, bajo una explosión de
mensajes tan enternecedores como estremecedores.
En el lenguaje de la estrella, la misión de esperanza, no
puede hacerse más real. Es nuestra propia inquietud interior
la que nos pone en movimiento. Está bien, muy bien, que la
Navidad nos agite, nos mueva y nos conmueva. Y, en todo
caso, es una pena que muchos niños no asocien la Navidad con
el nacimiento de Jesús. Lo hemos desechado de nuestras
vidas, y con él, hemos rechazado el culmen de esta viva
historia de amor entre Dios y el ser humano que pasa, desde
luego, a través del pesebre de Belén y el sepulcro de
Jerusalén. No abandonemos esta señal de afecto y de
consuelo. La necesitamos.
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