Son muy conocidos los
desencuentros de Benjamín Disraeli (primer ministro
conservador del Reino Unido, amén de escritor y dotado
además de una gran oratoria) con el también prominente
político William Ewart Gladstone, líder del Partido
Liberal, y que le llevaron a manifestarse de esta guisa: “La
diferencia entre una desgracia y una calamidad es la
siguiente: si Gladstone cayera al Támesis sería una
desgracia. Pero si alguien lo sacara del río eso sería una
calamidad”.
De haber dicho Pedro Gordillo, días atrás, tras haber
pasado un quirinal de tres años, algo parecido sobre el
alcalde, y algún miembro más de su partido, no me cabe la
menor duda de que habría vuelto a ser sambenitado en plaza
pública. Y estaríamos asistiendo a otra persecución contra
él por parte de algunos mastines con todas las
características de la raza, menos la lealtad.
Ya que los políticos carecen, salvo escasas excepciones, de
la ironía o del sarcasmo apropiados para exhibirlos en
situaciones que los exijan. Y, por supuesto, tampoco
muestran aptitudes para salirles al paso a la burla fina o
cruel, con respuestas adecuadas. Es decir, están huérfanos
de humor: aunque éste sea tan negro como el empleado por
Disraeli.
Los políticos se parecen demasiado entre sí; casi todos son
de la misma estatura y de la misma calaña. Y hablan de
manera vulgar, tediosa y demagógica. No suscitan ni ilusión
ni esperanza. Así que no ofrecen la menor confianza.
De ahí lo que se viene oyendo últimamente sobre ellos: “El
descrédito se les supone a los políticos como el valor a los
soldados”. Por lo cual son vistos por los ciudadanos como
verdaderos enemigos públicos. Han alcanzado tal grado de
notoriedad negativa, que, cuando se enzarzan en discusiones
y se insultan unos a otros, la gente los considera a todos
iguales. Iguales en todos los sentidos. Así los que desean
el poder como los que lo tienen.
Cuando los políticos comienzan a descalificarse, lo primero
que se me ocurre pensar es cuál de ellos está calificado.
Cuál de ellos cuenta con una hoja de servicio limpia como
una patena para permitirse el lujo de poner a su oponente de
vuelta y media.
Pues de sobra es conocido que los casos de corrupción sólo
salen a la palestra por venganzas personales o bien, como
ocurre ahora con Cataluña, para tratar por todos los medios
de devolver al redil a unas ovejas descarriadas. Unas ovejas
que han dejado huellas suficientes como para que se les esté
investigando por presunta afición a llevárselo crudo en
bolsas, en maletas, por tierra, por mar y por aire.
Verdaderos truhanes, nacidos en una tierra en la cual nunca
han dejado de presumir de sentido común y de vocación
emprendedora y esfuerzos laborales, que lucen apellidos de
las mejores familias burguesas de un condado donde los más
ricos se hicieron siempre la picha un lío y acabaron
pidiendo la ayuda del Gobierno de Madrid para que pusiera
orden policial en Las Ramblas.
Los políticos que se aferran al cargo, aun gozando de la
legitimidad que le conceden los votos, sabiendo que ya no
están en condiciones de servir a su pueblo, porque han
convertido las actuaciones habituales en rutinarias, y están
faltos de entusiasmo y de deseos de entregarse de lleno a la
tarea, deberían darse el piro. Antes, mucho antes, que se
les descubran los muchos chanchullos y las tropelías
cometidas durante tantos años de poder.
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