Hace ya bastantes años, alguien
estaba pasando por un mal momento y creyó que yo podría
ayudarlo. No le prometí nada, pero mis gestiones culminaron
con éxito. El éxito fue que ese alguien pudo recuperar la
tranquilidad gracias a que quien podía cedió en sus
pretensiones. Las que hubieran causado mucho pesar a la
persona que recurrió a mí.
Desde entonces, solemos reunirnos todos los 12 de diciembre,
con el fin de recordar la feliz conclusión de lo que era un
desagradable asunto para él, a la par que celebramos mi
cumpleaños. En esta ocasión, han sido los 73. Un taco de
años.
Mi amigo es más joven que yo. Bueno, más joven que yo es ya
cualquiera. Y trata, como siempre, de halagar mi vanidad
diciéndome lo normal en estos casos: “Se nota que has hecho
un pacto con el diablo y nadie diría la edad que tienes…”.
Cumplidos que vienen a recordarme, por si se me hubiera
olvidado, que ser septuagenario bien despachado es lo que me
hace saber el terreno que piso y lo que me espera en el
tramo final de la vida. Tan final, que hasta el carné de
identidad que he renovado, hace días, es ya para siempre.
Pero no creas, le digo, que los muchos años cumplidos me
abruman y desasosiegan. No. Por una razón muy sencilla: sigo
sintiéndome más joven que mi edad. Y el día que no sea así,
por las circunstancias que fueren, será cuando la vejez
habrá hecho mella en mí.
Tras mi respuesta, cuando aún estamos saboreando unos
aperitivos, antes de pasar al comedor del restaurante donde
festejar nuestra amistad, mi amigo me dice que se me nota a
la legua esa tranquilidad que proporciona no haber metido
nunca la mano en caja ajena.
Puede ser que sea como tú dices. Porque si bien he cometido
errores de humano, muchos, puedo asegurarte que la
corrupción nunca me sedujo. Nunca lo hubiera dicho, porque a
mi amigo, quizá por los estímulos vinateros o porque los
políticos están dando motivos suficientes para que la
aversión hacia ellos vaya aumentando sin cesar, principió a
contarme una historia local, acerca de un político que un
día cogió la senda equivocada.
Resulta que es un cargo que en un momento determinado
influyó para que se le adjudicara varias obras públicas en
la ciudad a una misma empresa. Y la empresa, agradeciéndole
los servicios prestados, no dudó lo más mínimo en
recompensar al político con creces. Puedo decirte, Manolo,
sin temor a equivocarme, que la empresa fue muy generosa.
-Lo que tú me estás diciendo es que el político local, con
cargo, trincó un cheque apetitoso…
-Coño, Manolo, tú estás chocheando. Perdona, eh… Perdona, de
verdad, que se me ha escapado…
-No te preocupes… Que a mis años yo sigo creyendo que esas
cosas se hacen de tal guisa.
-Pues no. Te cuento: el empresario fue a una joyería,
propiedad de un familiar del político, y pidió que le
hicieran una factura ficticia por una cantidad respetable. A
cambio, el joyero recibió el dinero y compró un coche de
alta gama como regalo para su familiar, o sea para el
político con cargo. Un vehículo de locura. El político,
además, pidió también que se le instalara en su casa una
cocina de las que cuestan una pasta gansa. Y, no conforme
con esos dos extraordinarios presentes, aceptó otros regalos
que costaron lo indecible. Así como suena.
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