Son muchas las personas en el
mundo que viven la vida en una silenciosa desesperación.
Tenemos hambre de esperanza. Las dramáticas situaciones que
el ser humano vive en distintos horizontes, con sus
injusticias, sus desigualdades y desavenencias, realmente
nos dejan sin aliento. Verdaderamente tenemos que poner
ética en nuestros motores y clarificar las pasiones. Lo peor
es caer en el desaliento. Siempre hay motivos para luchar
contra este caos que, en la mayoría de las veces, nos ha
venido impuesto. De una sociedad que utiliza a mendigos a
los que disfraza de empresarios como testaferros, se puede
esperar cualquier cosa. En efecto, cuando la relación de
convivencia degenera y se trastornan valores humanos, no hay
manera de ver luz por ninguna parte. Esto nos exige, desde
luego, una transformación profunda de modos de ser y de
maneras de vivir.
Para empezar, ya está bien de que cada día seamos menos
dueños de nosotros mismos. Hay un poder excesivo, naciente
del entramado económico y político, que se creen los señores
del mundo, que actúan como si la ley no existiese para
ellos, que trafican con la mentira, dispuestos a seguir
aplastando a una ciudadanía que lo que quiere es trabajar,
para dignificarse como persona. Los peligros son enormes
ante el intento de huir de una vida sin futuro. El
insaciable afán de concentrar poder y recursos en unas pocas
manos lo que hace es generar un poder absoluto de unos
contra otros. Allí donde hay desesperación, es barato y
fácil comprar favores sexuales, hacer negocio y practicar la
violencia. Así, por ejemplo, los tratados por los que se
prohíbe la tortura apenas consuelan a nadie, puesto que los
torturadores siguen abusando impunemente de sus presas.
Predicar y no dar trigo, para nada disminuye la
desesperación de las gentes.
En cualquier caso, tal y como está la situación actualmente,
ninguno de nosotros puede sentirse satisfecho sabiendo que
la crisis de esperanza es una realidad en la familia humana.
A determinados poderes no les interesa liberar a toda la
humanidad de la miseria. Hablan de metas inalcanzables y de
plazos que no se pueden cumplir. Dignificar la vida para
todos no está en ninguna agenda de poder actual. Esta es la
realidad que tanto nos abruma y deprime. No sólo nos acosan
ciertos poderes, también nos ahogan. Y es este bloqueo de
ahogo el causante de todo tipo de angustias y dramas. Por
eso, la corrección de las grandes injusticias políticas y
económicas que asolan el planeta, es algo fundamental.
Cuánta más ciudadanía viva en condiciones dignas, mejor nos
sentiremos todos, y todos estaremos más esperanzados. Pues
manos a la auténtica solidaridad.
La esperanza del cambio es tan necesaria como precisa. Todo
cambia, nada es. Nadie se baña en el mar dos veces porque
todo cambia con las olas. No hay que temerle, en
consecuencia, a los cambios. A propósito, decía Octavio Paz,
que “las masas humanas más peligrosas son aquellas en cuyas
venas ha sido inyectado el veneno del miedo, del miedo al
cambio”, y no le faltaba razón, porque ante actitudes
desesperantes hay que cambiar de actitud. No hay más remedio
que hacerlo si queremos despojarnos del recelo a vivir,
debemos unir nuestras manos de manera solidaria y
enfrentarnos juntos a las frustraciones. Quizás debamos
reordenar nuestras prioridades y ver que las soluciones
requieren de la comprensión de todos para con todos. Quizás
debamos bajar del pedestal del poder a los corruptos y ver
que sus hazañas viven de la pobreza. Quizás debamos
democratizar las instituciones y dotar de significado el
concepto de igualdad soberana de todos los países. Quizás
debamos, en suma, ser más nosotros mismos y ver que nosotros
también cambiamos.
Reconozco, por otra parte, que la desesperanza algunas veces
nos acobarda y otras nos envalentona hacia la locura.
Multitud de personas huyen a diario de situaciones en
conflicto para encontrar refugio y lo que encuentran, en
cambio, es la muerte. Frente a estos hechos no se puede
guardar silencio. También hay una arrogancia despiadada de
líderes afanados en querer dibujarnos un panorama de
bienestar que no es tal. Se olvidan que todos dependemos de
todos. Por cierto, cada día hay más servidumbre en la
dependencia entre ricos y pobres. Sin trabajo y con una
demanda de obra barata, la exclusión se acrecienta e,
inevitablemente, como digo, surgen nuevas formas de sumisión
totalmente despreciables.
La experiencia de tantos desórdenes infunde en la sociedad
un gran mal. Cuando se pierde el hábito del trabajo y el
espíritu de la conciencia crítica, entramos en un ciclo de
inestabilidad social, que es destructivo no sólo para la
vida del individuo, sino también para toda la colectividad.
No podemos permitirnos que este círculo vicioso inunde todo
el planeta. Lo mismo sucede con el hábito de la honestidad o
de servicio a los demás. Al final, todos perdemos bajo este
clima desesperante, que nos exige más acción, más voluntad
de querer y más compasión hacia los débiles.
Sin duda, debemos profundizar en las nuevas relaciones de
interdependencia entre pueblos y ciudadanos, para que ningún
vecino pueda sentirse desesperado y solo. Tenemos que decir
que la justicia resulta particularmente importante en el
contexto actual. A pesar de tantas proclamas está seriamente
amenazada por la intromisión de ciertos poderes que también
la asfixian y la asedian. Para desgracia, además, la
dimensión humana tampoco cotiza en la promoción de un
desarrollo justo. Ha llegado, pues, el momento de poner
freno a este huracán de fuegos inmorales e injustos que todo
lo manipulan en favor de los poderosos. Que nadie desespere
por la lucha de un bien colectivo. Como dice un proverbio:
“Si cada uno barriera delante de su puerta, ¡qué limpia
estaría la ciudad!”. Al final todo se resume en esta
cuestión, en la de verse en el prójimo como a uno mismo.
Dicho queda esperanzadamente mientras tenemos vida.
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