Con gran acierto a mi manera de
ver, la Organización de las Naciones Unidas para la
Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), en el año 2002
como resultado de la necesidad de la humanidad de
reflexionar sobre el momento actual y así, poder hacer
frente a los desafíos que se nos presentan desde el diálogo
de todos con todos, se instituyo el Día Mundial de la
Filosofía (15 de noviembre). Por otra parte, estamos en un
momento de cambios, dentro de un mundo nuevo global
injertado por una grave crisis de moral, causante de tantas
divisiones, destrucción y muertes, como las causadas en
España por los desahucios de las hipotecas. Todo este
proceso nos viene afectando a todos, con una mayor o menor
carga de ansiedad. Por consiguiente, debemos seguir siendo
fieles a los ideales de la Carta de las Naciones Unidas y a
la Declaración Universal de Derechos Humanos.
Entre estos valores esenciales está la tolerancia activa, el
impulsar una educación de mínimos para todas las
generaciones, la de promover medios de comunicación libres y
plurales, proteger el patrimonio y fomentar el respeto a
esta diversidad. También conmemoramos esta jornada
internacional, el Día de la Tolerancia (16 de noviembre),
recordando que, en cada uno de nosotros, todos los días del
año, debemos ejercer el espíritu tolerante. Por tanto, ambas
festividades celebradas en días contiguos se complementan y
se perfeccionan mutuamente.
Ciertamente, sin un espíritu tolerante es muy difícil
reflexionar en conjunto. Ya en 2005, la Conferencia General
de la UNESCO destacó la importancia de la filosofía como
disciplina que estimula el pensamiento crítico e
independiente. Por desgracia, vivimos a veces como
auténticos fanáticos, sin apenas tener tiempo para pensar.
Hay hambre de pensamiento. Y esto no es bueno. Sin duda, el
esclarecimiento de los desafíos contemporáneos,
especialmente cuando éstos se relacionan con la ética y la
moral, con la igualdad y la justicia, exigen a mi juicio un
mayor diálogo entre culturas y una reflexión transversal que
debería estar presente en todas las disciplinas. Estoy
convencido de que el pensamiento crítico, la autocrítica
ciudadana, es un ingrediente fundamental para que esta
mundializada sociedad se enriquezca y participe de manera
condescendiente con otras civilizaciones, a través del
pluralismo de ideas. Desde luego, la reflexión siempre es
algo saludable para toda la sociedad, es una dinámica que a
todos nos beneficia, porque sobre todo ayuda a tender
puentes entre las gentes y refuerza la exigencia de una
convivencia hermanada.
El trabajo de ayudar a convivir no es nada fácil, puesto que
tenemos que conciliar la universalidad de los valores con la
diversidad de las culturas. En un tiempo en que las
sociedades viven cada día más en contextos multiculturales,
necesitamos poner en claro nuestra capacidad de comprensión.
Avivar debates filosóficos es una buena forma de
explorarnos, mediante pláticas libres y abiertas, tenemos
que descubrir entre todos un lenguaje común, capaz de ser
asumido por todos los seres humanos. En el fondo, la UNESCO,
lo que quiere celebrar con el Día Mundial de la Filosofía,
es ante todo un ejercicio mundial de pensamiento libre, o
mejor dicho, de aprender a filosofar. Realmente, en
ocasiones, nos da la sensación que aún no hemos aprendido a
luchar con el mundo de las ideas, que es una manera de decir
no a la intolerancia. De entrada, todas las ideas son igual
de respetables y cada persona debe sentirse sin ningún tipo
de ataduras para poder participarlas de acuerdo con sus
convicciones. Se trata de llegar a una unidad de acción, que
nunca debe cesar cuando se trata de cuestiones esenciales a
la vida, y máxime en el momento actual en el que todos
dependemos de todos.
Dicho lo anterior, y a pesar de todos estos avances
filosóficos, la realidad es la que es, y lo complicado es
librar hoy al mundo de la intolerancia. Por eso, la
ciudadanía debe ser consciente de que el cultivo intolerante
es la peor de las plagas y, como tal, debe actuar para que
todas las personas puedan convivir en paz como buenos
vecinos. Ha de hacerlo con una activa actitud positiva,
inspirada en el reconocimiento y en el respeto hacia los
derechos y libertades de los demás. El mundo tiene que hacer
un ejercicio de aceptación de la diferencia, y entroncarse a
unos valores comunes que nos sirvan para cimentar la
convivencia. Las enormes tragedias, fruto del espíritu
intolerante, están ahí como lección para educar, para
advertir a no ceder ante ideologías que justifican la
posibilidad de “machacar” la dignidad humana basándose en la
diversidad étnica, religiosa o lingüística.
Por desgracia, cada día se respeta menos en un mundo cegado
por la intensa competencia económica. Hoy por hoy, la
cultura de la reflexión y de la tolerancia brillan por su
ausencia. El odio y la venganza, la humillación a las
personas, se propaga como divertimento de masas. La misma
alianza de civilizaciones no ha pasado de ser una buena
intención, cuando debió ser una concepción de la vida basada
en la comprensión hacia todo ser humano. También hay menos
diálogo, menos apertura a los demás, menos participación de
las personas, más indiferencia por el otro, más desgana por
acrecentar la conciencia colectiva, más intolerancia en
definitiva. Las acciones de los gobiernos son incapaces de
obtener resultados eficaces y duraderos, porque a ellos
mismos a veces les falta una auténtica voluntad de predicar
con el ejemplo.
Son también muchas las naciones que levantan muros, o que
quieren levantarlos dentro de su propio país, en lugar de
profundizar en la conciencia de la unidad de la familia
humana. Si en verdad ejercitásemos el espíritu reflexivo,
tampoco confundiríamos el amor a una tierra, la propia
identidad de cada uno, con el desprecio a otras gentes. Ese
nacionalismo exagerado, por ejemplo el avivado ahora en
España con los catalanes, lo que hace es enfrentar a los
pueblos entre sí, además de ser profundamente injusto,
porque es contrario al deber de solidaridad entre las
nacionalidades y regiones.
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