El carácter ilegal del uso de las
armas químicas o “gases de guerra” por parte del ejército
español, en los últimos años de la Guerra de África
(1909-1927), es uno de los ejes reivindicativos que intentan
penalizar la acción militar española presentándola como un
crimen de guerra cuando no un genocidio, en flagrante
violación del derecho internacional vigente articulado en
torno al Tratado de Versalles y la Convención de Ginebra.
Precisemos de entrada que no fue solo España, la misma
Francia utilizó armas químicas en el Medio Atlas (donde
combatió a las tribus insurgentes hasta 1934) , así como
contra los rifeños en el frente sur (cerca de Fez) durante
la fase del primer desembarco de Alhucemas, el 8 de
septiembre de 1925.
Para el caso que nos ocupa, la cuestión a centrar es: ¿entre
el primer bombardeo contra posiciones rifeñas, combates de
Tizzi Azza en junio de 1923 y el final de la durísima
contienda, en julio de 1927, era ilegal el uso de estas
armas en base al derecho internacional?. La respuesta es
contundente: no. Otra cosa es que ardorosos militantes
asociativos, generalmente ignorantes en la materia, aviesos
intelectuales orgánicos y políticos demagogos, interesados
todos en pescar en río revuelto, manipulen cifras y fechas a
su antojo a fin de cuadrar sus calculadas campañas con el
único fin de acosar los intereses españoles, en este caso en
Marruecos. Antes de proseguir conviene aclarar un punto:
¿por qué toda esta panda de mendaces corifeos pretende
criminalizar solo a España…; ¿acaso las harkas de Abdelkrim
respetaban los tratados internacionales vigentes…? Más de la
mitad de los miles de soldados españoles abatidos en Annual
no murieron en combate, fueron asesinados después de
rendirse en numerosas posiciones como Dar Quebdani (700),
Nador (70), Zeluán (400) y Monte Arruit (3000). Estas
masacres, auténticos crímenes de guerra, son ignoradas por
los detractores de España cuando no pasan de puntillas sobre
ellas.
Una de las interpretaciones más espurias y lamentables, por
su reconocido dominio de la materia, es la de la
historiadora María Rosa de Madariaga: experta en echar
continuos capotazos a las tesis más favorables para la
República del Rif (proclamada el 1 de junio de 1923),
siempre dentro de los intereses políticos del reino de
Marruecos pues la doctora Madariaga es renuente en aceptar
la postura abiertamente independentista del emir Abdelkrim
El Jatabi, entiende con fingida candidez que las matanzas de
miles de indefensos soldados españoles “no habrían sido obra
de la resistencia rifeña, sino de grupos de incontrolados de
las cabilas próximas a Melilla” (sic). Señalemos de pasada,
que Abdelkrim fue proclamado emir por los ulemas a
principios de 1923 y que, desde entonces, la plegaria de los
viernes en las mezquitas del Rif se hacía en su nombre y no
en el del Sultán. Y en dos ocasiones en las que emisarios
suyos trataron con autoridades españolas (16 de febrero de
1922 a bordo del “Reina regente” en la bahía de Alhucemas y
16 de abril del mismo año en el mismo Peñón, ambas con el
general Castro Girona como interlocutor), las negociaciones
de paz no siguieron adelante por la insistencia de los
delegados rifeños en que España reconociera expresamente la
independencia de la República del Rif, con Mohamed Ben
Abdelkrim El Jatabi como emir.
Echemos primero un vistazo al citado Tratado de Versalles,
remarcando su ámbito estrictamente europeo, pues fue
impuesto en 1919 a las naciones vencidas en la I Guerra
Mundial. Previamente, en 1899 y 1907 se celebraron las
Conferencias de la Haya: la primera prohibía el uso de
proyectiles con gases asfixiantes o tóxicos, vinculante solo
entre los países que firmaran el acuerdo; en 1907 se
prohibió el uso de proyectiles con productos tóxicos en
general, pero sin determinar éstos. En cuanto a la no menos
jaleada Convención o Protocolo de Ginebra, de 17 de junio de
1925, prohibía ciertamente “el empleo en la guerra de gases
asfixiantes o similares, así como de todos los líquidos,
materias o procedimientos análogos”.
Ahora bien, siempre media un tiempo entre la promulgación de
una ley y su aplicación, no entrando el Protocolo de Ginebra
en vigor hasta el 8 de febrero de 1928, nueve meses más
tarde de acabada la Guerra de África con la Paz de Bab Taza,
el 10 de julio de 1927. Maticemos de forma complementaria
que si bien España se adhirió inicialmente al mismo, no lo
ratificó hasta el 22 de agosto de 1929, más de dos años
después de finalizar la campaña del Rif, aspecto legal
importante pues los tratados internacionales no entran en
vigor hasta no ser ratificados por los parlamentos
respectivos de cada país. Hay que esperar a 1972 (Convención
sobre la prohibición del desarrollo, producción y
almacenamiento armas bacteriológicas y toxínicas) y 1993
(Convención de París sobre prohibición del desarrollo,
producción, almacenamiento y empleo de Armas Químicas y
sobre su destrucción), para que la guerra química y
biológica quede expresamente prohibida por los tratados
internacionales, no entrando por cierto la Convención de
París en vigor hasta 1995.
Es decir y concluyamos: el uso de armas químicas
(fundamentalmente iperita o gas mostaza y también fosgeno)
por la artillería y la aviación del ejército español en los
últimos cinco años de la Guerra de África, contra el
ejército levantado por Abdelkrim en torno a la República del
Rif, no contravenía en absoluto la legislación internacional
al respecto. Otra cosa es que coincidamos o no en la
oportunidad de su empleo. Sostener lo contrario, es decir la
ilegalidad de los “gases de guerra” en esta contienda, es
tan solo producto de la ignorancia o mala fe, entendible en
apasionados militantes asociativos pero rechazable de plano,
en las formas y en el fondo, entre intelectuales, profesores
y periodistas que, por su formación académica, deberían
saber bien de qué hablan y no prestarse, al menos por decoro
y ética profesional, a la demagogia populista y la
manipulación procaz, dos “armas” ideológicas por cierto
abiertamente “tóxicas”. Visto.
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