Noviembre es un mes con paladar meditativo, no en vano se
celebra el día de los muertos en casi todo el mundo,
cuestión que nos invita a reflexionar sobre el valor de la
vida. En ocasiones, se tiene la sensación, por ciertos
hechos cotidianos donde impera el odio y la venganza, que el
mundo camina a la deriva. Nos han enseñado a movernos en el
terreno de las cosas, como si fuéramos máquinas con LUNES, 29 de
caducidad, a tener poco tiempo para pensar y mucho para
gastarnos y desgastarnos en estupideces. Junto a este
contexto, apenas nos hemos interpelado sobre el sentido de
nuestra existencia y en qué dirección orientarnos.
Reflexionar sobre la muerte desde la vida es algo tan
necesario como preciso, al menos nos va a enseñar a pensar
mucho y a vivir de otra manera. La autenticidad del ser
humano es lo que va a permitir transformar las cosas. A mi
juicio, por tanto, tenemos que huir de esta cultura
materialista que nos inunda y ser más reflexivos, más
sujetos pensantes en definitiva. No es bueno dejarse atrapar
por este desierto espiritual que nos han injertado, en vena,
fibras opresoras a su antojo. Tampoco es saludable permitir
que piensen por nosotros. Precisamente, uno de los mayores
placeres de esta vida, radica en el habito de pensar para
ser yo mismo con todos.
Ciertamente, no hay persona que no tenga familia que
recordar. Los recuerdos, sin duda, son también otra forma de
vivir, la hacen más profunda, se entronca a lo íntimo del
corazón con las generaciones que nos precedieron. La muerte
no debe interrumpir ese diálogo con nuestro tronco
originario, con nuestro vínculo sentimental a través del
abecedario del alma, mucho más fructífero que cualquier otro
lenguaje. Nuestra vida es la muerte de los antecesores y su
vida es también nuestra muerte. Ya se sabe, las personas
pasan, pasaremos un día todos nosotros, pero los recuerdos
quedan, permanecen en nuestras habitaciones interiores,
buceadas por el aire, como el más puro de los perfumes.
No cabe duda que la muerte está ahí como un sueño y un final
de verso. Otros tomarán ese verso primero para continuar
ensanchando el árbol de la creación. Evidentemente, nuestras
existencias están profundamente unidas unas a otras, de ahí
la importancia de progresar en la formación íntima del ser
humano. Todos hemos sido testigos de avances, que puestos en
manos corruptas, han desvirtuado su sentido. Lo que podía
ser un bien se ha convertido en un mal, por esa falta de
hondura ética del ser humano. Está visto que el progreso de
esta vida para ser realmente progreso, necesita del
crecimiento moral.
Cuando la moral nos abandona, muy propio del momento
presente, todo se viene abajo, todo va hacia el derrumbe.
Hoy el mundo lo que requiere es una escuela de moral, que
nos capacite, en primer lugar, para estar en paz con
nosotros mismos, y luego, para que podamos corregir los
errores de nuestras conductas instintivas. Sin duda, en
estos tiempos son muchas las bancarrotas que se están
produciendo pero, la peor es la bancarrota moral originada
por una cultura opresora hacia el débil, sin miramiento
alguno, y con una gran insensibilidad social. Sólo se
muestra una sensibilidad de escaparate, una codicia
desenfrenada y un consumismo que raya lo irracional en las
sociedades desarrolladas.
Sabemos por las diversas investigaciones científicas que la
capacidad del planeta de sustentar la vida se va debilitando
cada vez más velozmente, hasta el punto de que pueda
desaparecer la misma especie humana, por una conducta
irresponsable de todos nosotros. Estas pruebas nos indican
que tenemos que huir cuanto antes de esta cultura suicida,
poderosamente desequilibrada, demencial a más no poder, que
para nada asegura un mundo mejor para las generaciones
futuras. Asimismo, con estas formas de gobiernos sin
escrúpulos, va a ser muy complicado asegurar nuevos niveles
de convivencia entre personas, entre nosotros y la
naturaleza que nos acompaña en esta vida.
Todos somos conscientes de que nos estamos cargando el
planeta, el que nos da vida, pero nos falta la fuerza moral
y las convicciones éticas para hacer frente a este
angustioso problema, que tiene su base en una legión de
irresponsables con poder en plaza, más bestias que personas
y más inhumanos que humanos. Tenemos poderosos recursos
espirituales que podemos y debemos utilizar, pero hemos
optado por sintonizar con fuerzas contrarias a nuestras más
profundas creencias y convicciones. El día que digamos ¡no!
a las raíces podridas de nuestra vida, en parte porque la
base de nuestra sociedad está corrompida por la permanente
mentira, entonces veremos la luz. Pienso, pues, que nuestra
existencia está en estado de necesidad, mientras no se
injerte un nuevo código ético -una ética moral- como
condición previa en todo el hábitat.
Sirva, pues, este mes de noviembre para recapacitar sobre la
muerte y la vida. La falta de reflexión ya es el camino
hacia la muerte. Sin embargo, aquel que delibera comprenderá
que la vida es una constante meditación. En cualquier caso,
ante una vida que nace y una vida que muere, cuidado con la
ceguera moral, al menos debemos interrogarnos para evitar
tantas confusiones sembradas. Al fin y al cabo, todos
tenemos derecho a vivir sin miedo y a tener las necesidades
básicas cubiertas.
Por desgracia, se producen muertes en vida, como esos niños
muertos en conflictos armados, como esas mujeres maltratadas
presas del terror, como esas muertes que pudieron ser
evitables, como esos seres humanos a los que se les impide
ver el sol. Ante estas evidencias marcadas por tantos signos
de muerte, nos queda avivar una nueva cultura de la moral, o
sea, de la verdad y del amor. Por algo somos donantes de
vida.
|