Este verano tuve la suerte de hablar durante un buen rato
con una persona entrañable cuya conversación supuso para mí
toda una revolución interior ya que provocó en mi mente, el
retorno de unos recuerdos de mi infancia y adolescencia muy
agradables y placenteros; recuerdos que todos tenemos y que
son necesarios sacar al exterior de vez en cuando para no
olvidar nunca nuestros orígenes y para hacernos crecer como
personas.
El encuentro se produjo en la calle Real, a la altura del
edificio donde se ubica Telefónica, durante una mañana
calurosa de poniente que invitaba al paseo y disfrute de
nuestra tierra. Me acuerdo que me llamó la atención como
solía hacerlo cuando yo era niño de una manera cariñosa y
con voz altiva: ¿chaval cómo estás?¿cómo andas?
Al escuchar ese tono montañés de sus palabras y antes de
girar la cabeza, me encontraba inmerso en una reminiscencia
del pasado pues se trataba de una voz familiar cuyo tono
había olvidado pero que sin lugar a dudas estaba ansioso por
poner rostro a la misma; él era Baldomero, o “Mero” para
todos los chavales que nos criamos en el Recinto y
concretamente en la calle Sevilla y expropietario del
entrañable “Bar El Pirulí”.
Baldomero, era y es una persona que venía del norte de
nuestro país, trabajador y humilde, cuya capacidad laboral y
de sacrificio, nunca dejó de sorprenderme desde que era
niño. Su negocio estaba constituido por un bar y una tienda
de comestibles unidos en un mismo local, atendido al unísono
por él mismo, contando con la ayuda y la logística en cocina
de su mujer Aurora, desgraciadamente ya fallecida.
Aún recuerdo a Baldomero ocupándose del bar y de las mujeres
en la tienda a un ritmo frenético y llevando mentalmente las
cuentas de ambos lados del negocio. A veces, mi madre me
mandaba a comprar o a dar el aviso a mi padre los fines de
semana para almorzar y veía a Baldomero a menudo, poniendo
en funcionamiento una especie de bomba de agua manual que se
activaba con el movimiento de una palanca durísima. El me
miraba fijamente y esbozando una sonrisa se señalaba el
bíceps y me decía: “cuando yo termine, sigues tú y verás
cómo llegas a tener tanta fuerza como yo en los brazos
cuando crezcas y seas mayor”.
A Baldomero lo encontré en plena forma, parecía que no había
pasado el tiempo por él y se lo dije; él se alegró muchísimo
de verme y tras preguntarme por mi familia, me contó que
como jubilado y viudo se dedicaba a pasear por las mañanas,
charlar con sus conocidos, ir al mercado y a echar una mano
a sus hijos y nietos en casa. Hablamos muchísimo y me
comentó emocionado que mi madre fue una bellísima persona y
una mujer buena, que cuando su esposa cayó enferma la
visitaba todos los días y se ofreció a traerles la comida
para que ella no se preocupara y se recuperara lo antes
posible.
Estas palabras me emocionaron, me reconfortaron y me
llenaron de tal forma, que hace que recuerde y anhele mucho
más a mi madre si cabe, desde su muerte hace ya más de
diecinueve años. Nos despedimos, le deseé salud para él y
para los suyos y me acordé de sus hijos Alberto y Adela. Por
eso desde aquí quisiera agradecer a Baldomero el despertar
en mí esos recuerdos de infancia que creí adormecidos, y
decirles a sus hijos que disfruten de su padre en todo
momento porque personas buenas y transparentes como él,
escasean en una sociedad como la nuestra, cada vez más
egoísta y parca de valores humanos y sentimientos.
|