Un mundo cada día más inseguro,
desigual e intolerante nos atraviesa el alma, que es aquello
por lo que vivimos, sentimos y pensamos. El caos nos domina.
Instituciones y ciudadanía deben reflexionar juntos y buscar
soluciones conjuntas. De pronto, parece que los sistemas
institucionales se ahogan en la ineficacia y habría que
trabajar mucho más por el ser humano. Ciertamente, no es
fácil escoger un camino, porque hay que abandonar otros, y
que sea un camino común requiere tolerancia, seguridad en
las personas e igualdad de esperanzas en el logro de
nuestras realizaciones humanas. El diálogo, pues, es
claramente indispensable si se quiere encontrar esa vía de
entendimiento y comprensión. Desde luego, una sociedad sana
suscita siempre actitudes tolerantes, huye de
enfrentamientos inútiles y de pugnas absurdas.
Tenemos el referente de la Carta de las Naciones Unidas (24
de octubre de 1945), que en su día refirmaron la fe en los
derechos fundamentales, en la dignidad y en el valor de la
persona, en la identidad del ser humano, promoviendo el
progreso social e invitando a practicar la tolerancia y a
convivir en paz como buenos vecinos. En muchos frentes,
gracias a esta unión y unidad, hemos evolucionado, pero
tenemos que permanecer aunando esfuerzos. Naciones Unidas
debe seguir estando a la altura del momento actual, buscando
la manera de que el planeta sea más seguro y su ciudadanía
se sienta verdaderamente protegida. Su propósito, de
mantener la paz y fomentar las relaciones de amistad, es de
lo más loable, sólo requiere compromiso, en nombre del bien
común mundial.
Ahí está la inseguridad en sus diversas formas: la
alimentaria, la económica, los desastres que dejan las
guerras, la indefensión que alberga a multitud de gentes, el
riesgo que corren personas en conflicto. Ante este cúmulo de
desorden es preciso una acción colectiva protectora, llámese
protección social o protección humana. Por lo que se refiere
a la desigualdad, en el contexto actual de la crisis
económica, se ha incrementado. A mi juicio, los recortes
salariales están debilitando aún más el crecimiento en los
países desarrollados sin lograr los resultados esperados de
reducción de los déficits, creación de empleo y renovación
de la confianza de los mercados financieros. Se ha de huir
también de la intolerancia, que casi siempre se transforma
en limitación de los derechos y libertades. A propósito, una
receta del pensador Gandhi, puede servirnos para tomar la
orientación debida, “puesto que yo soy imperfecto y necesito
la tolerancia y la bondad de los demás, también he de
tolerar los defectos del mundo hasta que pueda encontrar el
secreto que me permita ponerles remedio”, y ver la manera de
avanzar, en lugar de retroceder.
Sería bueno, por tanto, celebrar el día de las Naciones
Unidas (24 de octubre), forjando nuevas obligaciones para el
mundo de hoy, sobre todo en estos tiempos de dificultades
económicas, teniendo en cuenta que ninguna otra organización
ha prestado más ayuda humanitaria. La ciudadanía espera, por
consiguiente, que Naciones Unidas siga con sus objetivos de
acabar con la pobreza y de poner fin al abuso de los
derechos humanos. Todo esto pone de relieve una realidad, la
de compartir un planeta interconectado, un hogar, donde las
personas han de nadar juntas o se ahogan. Pienso, en todo
caso, que caer en el desánimo es lo más bajo que le puede
pasar a una civilización, debemos proseguir con esa labor de
humanización, de servicio a la humanidad. Sin duda, podremos
superar esta crisis y crear un planeta donde brille el
Estado de derecho. No debemos dejarnos invadir por la
tristeza y el abatimiento. La misión es de todos y de cada
uno de nosotros, la de encontrar respuestas comunes a
problemas habitualmente frecuentes.
Hoy más que nunca, no podemos permitirnos estar divididos.
Un mundo inseguro, desigual e intolerante nos llama a estar
al lado de Naciones Unidas, una organización que está basada
en el principio de la igualdad soberana de todos sus
miembros. Este movimiento mundial, de carácter planetario,
tiene tras de sí una hoja de servicios admirable, una de las
más altas expresiones de la conciencia humana. Cuando
millones de personas sufren la marginalidad, lo que
significa hambre, desnutrición, enfermedad, miseria,
indigencia, penuria, debemos ir más allá de las palabras y
ver las causas que originan estas inhumanidades, reafirmando
nuestro deber con la solidaridad. Por eso, Naciones Unidas
sigue siendo una necesidad, aún más en este tiempo que nos
ha tocado vivir, donde proliferan tantas injusticias. En una
auténtica familia, no existe el dominio de los fuertes; al
contrario, los miembros más débiles son, esencialmente por
su debilidad, más cuidados y acogidos.
Precisamente, una de las mayores paradojas de nuestro tiempo
es la indiferencia ante hechos crueles, como si a nosotros
nunca nos fuera a suceder nada. Es la hora del cambio, de
avivar el respeto por toda vida y de reactivar una auténtica
cultura por lo humano. Para ello, a mi entender, Naciones
Unidas debe ganar en fortaleza y efectividad. También, todas
las naciones, necesitan de gobiernos que estén realmente al
servicio de su pueblo. De igual modo, todos los pueblos,
requieren de ciudadanos libres de miedo. Todo esto, lo
reclama la humanidad que compartimos y lo exige nuestra
seguridad. En esta visión de futuro, Naciones Unidas, es un
claro testimonio de lo mucho que se puede hacer por los
demás, desde la alianza de energías y sentimientos,
mejorando la educación y el bienestar de los ciudadanos. Al
fin y al cabo, ¿qué otro libro se puede estudiar mejor que
el de la humanización? No tiene sentido que nosotros mismos
seamos nuestro peor enemigo. Por otra parte, estoy
absolutamente convencido, de que no hay mayor riqueza, que
una paz permanente y una sana voluntad de que así sea. Esto
se consigue con la fuerza de la razón, jamás con la fuerza
de las armas.
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