Hace unos días acudí a una cita
con dos personas que tenían interés en conocerme. Así me lo
habían comunicado por teléfono, tras pedirle mi número a un
buen amigo. A ambas les gustaba el fútbol a rabiar y a una
de ellas también le chiflaba el mundo del toro. Por lo que
me di cuenta, bien pronto, que me lo iba a pasar más que
bien con una pareja que deseaba pegar la hebra conmigo. El
matrimonio, pues se trataba de un matrimonio, había llegado
a Ceuta el día anterior y se marchaba en el último barco del
día en que comimos juntos.
En lo tocante al mundo del toreo, y debido a mi amistad con
muchos taurinos cuando yo vivía en la Península, les conté
anécdotas que ellos escucharon con suma atención. Les
encantó cuando les hablé de Luis Segura: matador de
toros, nacido en Madrid, y dos veces ganador del ‘Trofeo
Manolete’, cuando Livinio Stuyck era el empresario de
la plaza de toros de Las Ventas del Espíritu Santo
madrileña. Anécdotas vividas, porque tuve la suerte de ser
vecino del torero. Ya que ambos éramos inquilinos del 93 del
paseo de las Delicias. Edificio que está frente al ya
desaparecido Cine América.
Historias taurinas fueron saliendo a barullo. Y hablando y
hablando de asunto tan festivo, desembocamos en el mundo del
fútbol. Por cierto, muy unido al del toro. Toreros y
futbolistas se admiran recíprocamente. Y salió a relucir,
debido a que el matrimonio reside en Madrid y son madrileños
de nacimiento, el último apagón habido en el campo del Rayo
Vallecano, cuando al equipo de la franja roja le tocó jugar
con el Madrid.
De Vallecas, de ese barrio periférico, que tanto inquietaba
en el Madrid de los años sesenta, dije lo siguiente: los
equipos del Rayo Vallecano, de aquellos años, se formaban
con jugadores cedidos por el Atlético de Madrid, en
ocasiones, y del Real Madrid, en otras. Durante varios años
me tocó jugar en Vallecas frente a futbolistas como
Corcuera, Velázquez, González, José Luis Peinado, Benito, De
Felipe, Gullón, Felines y… otros muchos que le daban a
la barriada un aire especial. Eran tan buenos, tan jóvenes y
tan preparados, que los futbolistas visitantes nos veíamos
obligados a jugar con cierta brusquedad para poder
anularlos. Aquellos jugadores -y sus entrenadores,
Desiderio Herrero, Ramón Cobo o Pedro Eguiluz- hicieron
mucho porque los aficionados de Vallecas, tan dejados de la
mano de Dios, tuvieran en el campo un comportamiento
extraordinario. Jamás, durante cuatro temporadas, tuve el
menor problema en ese enorme pueblo. Y a fe que hubo veces
que además de ganar hicimos un fútbol tan violento que de
haberse dado en el lado contrario habría levantado voces
airadas.
La pareja me preguntó en un momento determinado si había
tenido, durante mi etapa como profesional del balompié,
motivos suficientes para renegar de alguien concretamente.
Y le dije que sí. Que había sido engañado por un directivo
que predicaba a cada paso que el fútbol era una herramienta
muy útil para transmitir valores y enseñanzas; que era una
escuela para la vida porque insistía en la necesidad del
juego limpio y a cada paso sacaba a relucir el afán de
superación, la convivencia y bla, bla, bla… Así que me fié
de él. Quién, en mi caso, no lo hubiera hecho.
Conque firmé un contrato en blanco. Aunque con las
cantidades acordadas. Y nunca las cobré. Nunca. Han pasado
muchos años de aquel engaño. Pero el hecho conviene
recordarlo en ocasiones. Y hoy me tocaba.
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