Alguien, con quien solemos
reunirnos a veces, nos decía, hace escasas fechas, que
estaba obligado a ausentarse pronto, porque tenía una cita
ineludible. De la que se lamentaba por impedirle gozar de
algo que le gustaba más que comer: participar de la
conversación de sobremesa. Lo cual no me extraña, puesto que
cambiar impresiones después de la comida es un ejercicio
saludable y, por tanto, necesario. Aunque opiniones hay para
todos los gustos.
He aquí algunas de personajes famosos y que influyeron
decisivamente con su pluma en la vida de muchos de sus
innumerables lectores. Proust se la desaconsejaba al
artista. Borges la ensalzaba como un glorioso invento
griego. Alan Watts contaba que el mejor conversador
que había conocido era Aldous Huxley. Y el iluminado
Sakyamuni llegó hasta el extremo de enumerar los
temas de conversación que más nos alejan de la meditación:
entre otros, (charlar) sobre reyes, ladrones y ministros,
sobre hambre y guerra, etcétera. Nada nuevo bajo el sol.
No faltan quienes dicen, y así lo han manifestado, que la
conversación puede ser un ejercicio relajante, tedioso,
estimulante, inútil… Depende. Es verdad, como sentencia el
Eclesiastés, que hay un tiempo para cada cosa. Y conversar
es saludable, a ratos. Lo complicado es encontrar con quién.
Cuando a mí se me ha preguntado al respecto, no he dudado en
expresarme así: donde yo suelo comer mejor es en mi casa.
Por razones tan obvias como para no verme precisado a
enumerarlas. Ahora bien, me encanta sentarme a una mesa con
amigos o conocidos -en restaurantes- para disfrutar de un
tiempo de charla; así como asistir a celebraciones en las
que, habiendo un vino de por medio, pueda participar en
corrillos distintos para pegar la hebra.
El miércoles pasado, durante el vino ofrecido por la Guardia
Civil en el Parador Hotel La Muralla, debido a los actos
correspondientes a la celebración del día de su Patrona,
amén de comprobar el magnífico ambiente que se respiraba
entre los reunidos, también saludé a muchas personas
conocidas y a otras que me fueron presentadas, y con todas
ellas cambié impresiones acerca de asuntos bien distintos.
Tuve la oportunidad de apreciar que la ironía de Fernando
Jover sigue estando en plena forma, y que Enrique
Ávila aprovecha cualquier ocasión, por ser lector de
cuanto escribo, para decirme lo que piensa de lo leído.
Disfruté charlando con Juan Domínguez Berrueta; a
quien aprecio desde que tuve la suerte de conocerle recién
llegado él a Ceuta. Charla de la que salí favorecido por los
muchos conocimientos de mi interlocutor.
Coincidí con Sergio Moreno en un momento determinado
del ágape, y mientras recordamos otros tiempos y otras
vicisitudes vividas, saludé a Francisco José Delgado
Aguilera, director del Centro Penitenciario de Los
Rosales, y asimismo al subdirector. Tampoco desaproveché la
ocasión que me ofreció Francisco Verdú Abellán, jefe de
gabinete de la Delegación del Gobierno, para departir unos
minutos con él. Siempre amable, Verdú me deslizó un consejo
del que tomé nota.
El delegado del Gobierno no deseaba irse del Parador sin
cruzar unas palabras con SM y conmigo. Tiene tablas y, por
encima de todo, González Pérez vive su cargo con entusiasmo
contagioso. De Juan Vivas, no supe nada…
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