Entre conocidos, cuando se me ha
preguntado, a veces, si yo siento especial predilección por
los equipos a los que entrené, siempre he respondido que no.
Que mentiría si dijera que vivo pendiente de sus actuaciones
y que sus triunfos me producen tan grandes satisfacciones
como enormes disgustos sus derrotas.
De los clubes a los que pertenecí, no tengo el menor
inconveniente en decir que se me pasan semanas, meses,
temporadas y hasta años sin preocuparme lo más mínimo de su
hacer en ningún aspecto. No me duelen prendas reconocer que
no les dedico la menor atención.
Como profesional que fui, durante muchos años, del deporte
más universal, ese del que alguien dijo que es la cosa más
importante de todas las cosas menos importantes, procuré
siempre dar lo mejor de mí mientras trabajaba para un
equipo. Luego, cuando cambiaba de sitio, me olvidaba por
completo de mi paso por ese lugar con el fin de entregarme
de lleno a la tarea en el siguiente.
Semejante desafecto por ese pasado tan reciente, me ayudaba
muchísimo a emprender mi nueva labor sin estar todo el día
cavilando sobre ese rincón de seguridad que uno adquiere en
cualquier ciudad cuando los resultados son favorables y la
gente se desvive en atenciones hacia uno.
De lo que no me olvidaba nunca, ni me olvidaré, es de los
jugadores. Con los que me tocó vivir de todo: alegrías,
tristezas, penurias, éxitos, enfrentamientos, y hasta
errores que bien pudieron atribuírseme como causa que bien
pudo hacer infeliz a cualquier miembro de la plantilla.
Errores cometidos, por supuesto, buscando lo mejor para el
conjunto. En la misma medida que hice posible que muchos
jóvenes se convirtieran en futbolistas destacados por la
oportunidad que les ofrecí en un momento determinado y
arriesgando en el envite.
Válgame tan largo preámbulo para decir que el único equipo
al que yo le profeso devoción es al Madrid (cuando escribo,
dos de la tarde del domingo, quedan aun muchas horas para
que comience el partido en el Camp Nou). Por lo tanto,
espero que nadie me siga preguntando si yo soy tan del Ceuta
como para alegrarme de sus victorias.
Aclarada la cuestión, afirmaré que estoy celebrando todos
los triunfos del Ceuta, esta temporada, sin que tema
incurrir en contradicción. Estoy celebrando los triunfos de
un equipo por el cual nadie daba un duro hace apenas nada.
Estoy celebrando los triunfos de un equipo hecho deprisa y
corriendo –sí, no tengo ningún problema en redoblar el
tambor, cada vez que se encarte-. Estoy celebrando los
triunfos de un equipo perseguido por las autoridades locales
y federativas. Estoy celebrando los triunfos de un equipo
cuyo entrenador tiene que sortear muchas dificultades para
entrenar, debido a que lo hace en un campo que se alquila
por parcelas como si fuera la pensión del Sopapo.
Y celebro todos esos triunfos, hasta ahora, porque lo merece
José Antonio Muñoz. A quien han perseguido de manera
lamentable durante todo el verano. Con el fin de aburrirle y
que les dejara el camino expedito a las autoridades locales
y al presidente de FFC. Para hacer y deshacer… Incluso debo
airear que las autoridades locales y el presidente de la FFC
están deseando que el Ceuta deje de sumar puntos. Porque las
victorias del Ceuta les revuelven las bilis y les hace la
vida insoportable. Así como suena.
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