Me encantaría vender entusiasmo en
los tiempos que corren. Pero me es imposible. Es la
respuesta que le doy a quien me dice que, últimamente, mi
pesimismo anda desbocado. Quien así se dirige a mí lo hace
porque nos conocemos desde hace la tira de tiempo y nunca
nos hemos cortado lo más mínimo en hablar sin tapujos.
Podría haberle dado variadas contestaciones al respecto,
pero creo que sólo me hace falta decirle que la angustia a
veces se apodera de mí en cuanto pienso que tengo a muchos
de los míos en el paro. Que forman parte de los seis
millones de personas que se han quedado sin trabajo. Y cuyo
futuro me angustia hasta el extremo de que muchas noches me
cuesta conciliar el sueño.
Eso sí, procuro a ciertas horas comérmela con patatas
fritas, mientras saboreo un vino y charlo con cuantos me
placen para darle un regate diurno a lo que no deja de ser
la antesala de una depresión. Según dicen de la angustia
-que es miedo a granel- quienes saben.
Más de seis millones de parados en una España que se está
desvertebrando. Y que tan bien explicaba Ortega y
Gasset en la España Invertebrada –Bosquejo de algunos
pensamientos históricos-. Una España en la que sus pueblos
distintos entre sí y del todo que forman, ya no quieren
vivir como partes de un todo y sí como todos aparte. Pueblos
llenos de particularismos y donde los egoísmos van sembrando
la semilla del odio por doquier.
¿Cómo es posible, entonces, que el pesimismo no salga a
relucir entre quienes estamos viendo que al paso que vamos
la miseria se irá haciendo cada vez mayor y ensañándose más
y más con quienes menos culpas tenemos de que los bancos y
la clase política nos hayan metido en una tragedia de
consecuencias tremebundas? ¿A ver quién es el guapo que, en
un momento de pánico, causado por la pérdida de su empleo o
el de los suyos, no mira hacia la clase política con ira,
con malas intenciones?
Una clase política decadente. Sí, mire usted, insisto: el
juez Pedraz ha hecho muy bien en recordarlo. Por más
que Soledad Becerril, la que viste con cursilería y
se muestra remilgada por pertenecer a la nobleza, diga que
podría denunciarse al magistrado de la Audiencia Nacional.
Mientras ella, riquita de verdad, vive en un palacete de
Madrid, como Defensora del Pueblo, para evitar que se
aburriera en una Sevilla provinciana, sin participar en la
vida pública. Pobrecita. A ver si se le ocurre poner sus
honorarios a disposición de los más necesitados. En momentos
donde la pobreza sigue su camino ascendente y, por tanto,
los miedos están a la orden del día.
Y si no, ya veremos cuando, desgraciadamente, toque meterles
mano a las empresas municipales de la tierra. Y no me digan
que esas personas, empleadas a dedo, sabían lo que se
jugaban. No. Ellas no tienen ninguna culpa. La culpa radica
en quien generó esas empresas, sabiendo que eran
improductivas o mal administradas. Y sin embargo nunca antes
puso coto a semejante desatino.
En fin, que no creo que mi pesimismo carezca de motivos.
Cuando la casta política sigue aferrada a sus privilegios y
ha llegado a hacer bueno lo que decía un tal Kissinger:
“El noventa por ciento de los políticos, da mala reputación
al otro diez por ciento”.
De seguir así las cosas, creo que en esta ciudad habrá que
premiar a la Federación de Fútbol de Ceuta por ser la que
más empleo genera. Se nota la mano que mueve ese organismo
privado y sin ánimo de lucro.
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