Hace ya varios días escribí yo una
columna en la cual explicaba cómo la corrupción era habitual
en un centro de deportes local. Tan habitual como
sorprendente fue para mí percatarme de que en ese lugar se
practicaba el trinque a mansalva y sin miramiento alguno. En
ese artículo exponía yo con pelos y señales cómo los
trincones llegaron a convertir el centro deportivo en un
patio de Monipodio. Y hasta se me ocurrió detallar
minuciosamente de qué manera las personas corruptas se
desenvolvían con total impunidad. Sabedoras de que los
políticos harían la vista gorda, puesto que algunos de ellos
participaban del festín.
Estaban los años ochenta en su último tramo, o sea, dando
las boqueadas, cuando ocurrieron los hechos lamentables que
a mí me dio por contar hace nada. Y hasta me permití ponerle
nombre a la persona que estaba obligada, entonces, a cortar
por lo sano aquel desmadre consistente en que no pocos se
quedaran con lo ajeno. Porque sí.
La columna no tenía desperdicios. Pero creo que hizo muy
bien quien debía en llamarme para pedirme que tuviera a bien
cambiarla por otra. Que lo contado en ella era tan de verdad
como bien podía herir la susceptibilidad de quien en
aquellos momentos manejaba los hilos del tinglado deportivo.
Y accedí a retirarla. Es más, decidí destruir la copia que
quedaba en mi ordenador. Y ni siquiera sé si lo escrito está
conservado bajo llave.
Ahora bien, tras enterarme el martes pasado de que Luis
Ragel, asesor jurídico del Ayuntamiento y secretario del
ICD, ha puesto su firma en el informe que legitima la
chapuza hecha por Antonio García Gaona cambiando los
estatutos de la FFC con el fin de hacer negocios a costa del
organismo federativo, he decidido referir algo, así por
encima, que espero no hiera susceptibilidad alguna (aunque
antes me gustaría decirle al que ha sido ya calificado de
abogado “especialista” en intervenir en asuntos de silencios
administrativos, que hay ya ‘amigos’ suyos dispuestos a
contar sus andanzas).
A lo que iba, hace años estando yo en el despacho de un
viceconsejero de Turismo, presto a entrevistarle, sonó el
teléfono. Quien llamaba era un personaje de la FFC. Y lo
hacía para decirle al viceconsejero que no había podido
atender a la llamada de éste, cuando se produjo, por no
encontrarse en ese momento disponible.
Tras las respuestas de rigor, el viceconsejero de Turismo
fue al grano. “Quiero que me traigas tanto dinero con el fin
de cumplir con varios pagos que me son necesarios hacer
cuanto antes”. Mi extrañeza, como pueden ustedes imaginar,
carecía de límites. Y no sólo por la cantidad de la que se
hablaba sino porque aquellas personas me estaban
proporcionando el conocimiento de unos tejemanejes que me
produjeron un desconcierto del cual intentó sacarme el
propio viceconsejero. Poniéndome al cabo de unas operaciones
que me hicieron alucinar. Quizá porque el viceconsejero,
habiéndose descuidado en principio, trató de arreglar el
desaguisado y lo único que consiguió es meter la pata aún
más.
Aquella situación me hizo tomar nota de cómo eran las
relaciones de la FFC, y más concretamente de García Gaona,
con la Ciudad. La de una complicidad de lucro que no dejó de
ir a más y que a ambas partes se les fue de las manos.
Alguien que ha escrito en este medio, acerca del asunto, la
ha tachado de desvergüenza absoluta. Y se ha quedado corto.
Quien no se ha quedado corto ha sido Luis Ragel Cabezuelo…
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