Sería absurdo negar que los
políticos no estén siendo mirados con desprecio, así como no
aceptar que la aversión de la gente hacia ellos va creciendo
sin cesar. Cada vez son más los ciudadanos que no se cortan
lo más mínimo a la hora de despellejar a una clase política
carente de credibilidad y que no sabe lo que hacer para
detener un malestar casi generalizado y que puede desembocar
en una multitudinaria respuesta callejera. No sólo en
algunas capitales, como viene sucediendo hasta ahora, sino
en las calles de todos los pueblos de España.
En todos los pueblos de España va creciendo la marea del
descontento contra quienes vienen mandando pero no
gobernando. Que es lo peor y más peligroso que les puede
ocurrir a quienes ostentan poder. Durante muchos años,
testigos estamos siendo de cómo muchas personas se dedican a
la política por necesidad, porque no saben hacer otra cosa.
Personas que, aprovechándose de las listas cerradas de los
partidos, ocupan cargos importantes y, de la noche a la
mañana, su tren de vida las hace sospechosas de no tener
escrúpulo alguno a la hora de poner el cazo.
La corrupción de los políticos, recién instaurada nuestra
democracia, fue vista como algo natural. Yo recuerdo haber
opinado sobre los trincones, en aquel tiempo, y obtener la
siguiente respuesta: “No deja de ser tonto quien no se
aproveche de su cargo para hacerse rico cuanto antes. Es
más, quien no lo hace está mal visto entre los suyos y,
además, le hacen la vida imposible”. De aquellos años,
cuando en España se hablaba de política a todas horas y en
todos los sitios, yo podría referir muchas historias de
políticos desvergonzados. De políticos carentes de dignidad
y que vivían todo el tiempo pensando en cómo llenar la
faltriquera. Eran los mismos que solían decir que el buen
político era el que lograba impedir que la gente metiera las
narices en lo que sí les importaba.
Es cierto que la corrupción comenzó a imperar en la política
porque los poderes públicos tienden siempre a protegerse más
a sí mismos que a la sociedad a la cual deberían servir en
todo momento. Y qué mejor servicio, entre otros muchos, que
haberse tomado en serio a los corruptos. Y no había mejor
manera que someterlos a una persecución implacable, para que
acabaran pagando sus desmanes. Pero no fue así, salvo casos
contados, y los años de la democracia fueron transcurriendo
bajo la adaptación de la gente a lo que se había convertido
en algo habitual: que muchos políticos formaban parte del
moderno patio de Monipodio. Que robar dinero público estaba
a la orden del día y, peor aún, que los ladrones no estaban
mal vistos. Siempre y cuando no los cogieran. Y al que
cogían, un político de higos a brevas, éste uno era
calificado de memo por haber dejado huellas suficientes para
ser descubierto.
Mientras la situación económica lo ha permitido, y la clase
media trabajaba y tenía derecho a hacer del ocio un modo de
vida, una mayoría ciudadana ha hecho la vista gorda ante lo
que es de dominio público: que muchos políticos tienen su
particular cueva de Alí Babá. Ahora, en cambio, cuando
innumerables miembros de esa clase media han pasado a ser
clientes asiduos de comedores sociales, la situación se ha
tornado seria y de mal cariz. Y lo que te rondaré, morena.
Situación, pues, preocupante. Muy preocupante. Porque la
democracia sigue siendo el menos malo de los regímenes. Pero
la gente no está dispuesta a asumir un fatalismo
conformista. Que Dios nos coja confesados.
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