Recuerdo que mi madre compró una
camisa tras acordar con el dependiente que si no me estaba
bien podría devolverla. Hecha la prueba, a mi madre no le
gustó cómo me caía y la puso sobre la cama, mientras se
dedicaba a otros quehaceres, con el fin de volver a doblarla
para cambiarla por otra en el mismo comercio.
Sin nada que hacer en aquel momento, a mí me dio por
ayudarla. Y acometí la tarea de doblar la camisa nueva y
conseguí que no me sobraran agujas. Cuando mi madre comprobó
mi labor, no pudo por menos que contarle, con cierto
alborozo, a la vecina con la que mejor se llevaba, lo
realizado por mí. Y la vecina, sabiendo de las dificultades
que ofrecía semejante operación, no dudó en atribuirme la
condición de genio.
Aquel mes, precisamente, me habían puesto un rosco en
matemáticas, asignatura que se me había atragantado hasta el
extremo de ganarme la fobia del profesor. Que no entendía el
porqué de mi fracaso en esa disciplina mientras en las otras
había ganado fama de lince. La rabia del enseñante, contra
mi poca o nula efectividad en esa materia, me indujo al
escapismo: es decir, aprovechaba cualquier excusa para
desertar de la clase o no acudir a ella. Con lo cual se
había generado un problema entre partes que había puesto en
peligro mi continuidad en un colegio de pago.
Entonces, fui llamado por el director del centro; se llamaba
Miguel Zea, había sido jesuita y gozaba de un enorme
respeto en el Colegio de San Estanislao, conocido,
popularmente, como el ‘Colegio de la Pescadería’. Era un
hombre bajito, con incipiente calva y un bigotito de la
época.
Don Miguel, tras llamar yo a la puerta de su despacho, me
dio el pase y me mantuvo un buen rato de pie frente a él que
hacía como si estuviera leyendo algo de suma importancia.
Pasados unos minutos, que a mí se me hicieron eternos,
carraspeó, levantó la cabeza, me miro a los ojos y fue al
grano.
-Mire, De la Torre, aquí hay alumnos cuyos padres son
ricos y otros, cual los suyos, que están haciendo verdaderos
esfuerzos para que sus hijos se instruyan de manera que les
permita soñar con estudios universitarios. A mí, que haya
alumnos ricos que pierdan el tiempo y se distraigan a la
hora de hacer sus deberes, me preocupan, como profesor que
soy y, además, director de un centro que se ha ganado una
buena reputación, claro que sí; pero esa preocupación es
infinitamente menor que la causada por alumnos
pertenecientes a una clase social en la que sus padres se
privan de muchas cosas para que sus hijos estudien. Es el
caso suyo. Sé que nunca será el mejor en matemáticas, pero
debe hacer lo imposible por aprobar cada mes. Y verá cómo el
profesor cambia su comportamiento.
Mientras estuve en ese colegio, seguí el consejo de don
Miguel Zea. Y los problemas con el profesor de matemáticas
remitieron. Quizá porque mi voluntad despertó en él la
certeza de que yo estaba dispuesto a multiplicarme en el
estudio de una asignatura a la que, desde el principio,
había afrontado con desagrado. Pero lo que no se podía
obviar es que yo estaba incapacitado para elegir cualquier
carrera necesitada de las matemáticas.
En rigor: la excelencia sigue siendo necesaria en la
Educación. No todos podemos ser ingenieros o arquitectos… Ya
va siendo hora de que la Formación Profesional goce de la
importancia que tiene. Ser fontanero, por ejemplo, además de
ser muy rentable, es necesario.
|