En octubre de 2011, cuando faltaba
un mes para que se celebraran las elecciones generales,
coincidí en un restaurante con Francisco Márquez y
Francisco Antonio González. Tras los saludos de rigor,
le pregunté al segundo, de sopetón: ¿Paco, de verdad quieres
ser delegado del Gobierno? “Sí”, me respondió.
Así que decidí seguir preguntando.
-¿Tú crees, pacoantonio, que tus deseos serán bien vistos
por el presidente de la Ciudad?
Entonces, intervino Francisco Márquez:
-Quien lo tiene que ver bien es Mariano Rajoy.
La contestación del diputado, rotunda, aunque sin el menor
atisbo de prepotencia, me hizo comprender que la cosa iba en
serio. Que FM estaba dispuesto a hacer todo lo posible para
que FG consiguiera uno de sus sueños en política: ser
delegado del Gobierno de la tierra a la que llegó hace más
de tres décadas. Y en la cual formó familia.
Conseguido el logro, es decir, tras ser nombrado delegado
del Gobierno, la emoción y el entusiasmo contribuyeron a que
González anduviera durante un tiempo pecando de nuevo. Nada
extraño. Ya que uno no nace sabiendo y, por tanto, hasta el
deseo de agradar ayuda a cometer errores de principiante.
En aquellos primeros días de entrevistas, tras la toma de
posesión, reuniones y visitas a los distintos organismos y
medios de la ciudad, el delegado del Gobierno hablaba sin
tapujos y decía, con todas las mejores intenciones del
mundo, lo que se le venía la boca. Lo cual no era lo más
indicado. Y así lo denuncié yo varias veces. Debido a que
personas hubo que me dijeron lo poco conveniente que era la
forma de actuar que había elegido FAG. Voces autorizadas a
las que había que prestarles la atención debida.
Mi respuesta fue siempre la misma: creo que le puede el
entusiasmo. El entusiasmo desmedido que tiene por hacer las
cosas bien. Por acabar con los problemas que tiene la
ciudad, en muchos aspectos, y que él conoce la mar de bien.
Aunque no es lo mismo denunciarlos, estando en la oposición,
que atajarlos cuando se está en el cargo.
González, conviene decirlo, no se quejó en absoluto de mis
críticas adversas; las que le indicaban que era necesario
que se relajara y, desde luego, que no siguiera vendiendo la
piel del oso antes de cazarlo. Tampoco, la verdad sea dicha,
tuvo suerte en sus principios; en los que la ciudad se vio
envuelta en hechos lamentables, que mejor no recordarlos.
Fue entonces, por esos días, que lo hallé en el velatorio de
un amigo, y nos pusimos a charlar. Con tanta tranquilidad
como claridad meridiana. A la charla se unió, muy pronto,
Francisco Verdú Abellán: jefe de gabinete de la
Delegación del Gobierno. A Verdú me lo habían celebrado
muchas personas. Y así se lo dije a él. Mi primera
impresión, tras el rato de conversación, fue muy buena.
Enfrente tenía a un funcionario, curtido en puestos de la
Administración general y local y que había sabido ganarse el
respeto casi generalizado. Y pensé: con semejante asesor, el
delegado del Gobierno irá a más y acabará por centrarse en
su tarea. Creo que escribí algo al respecto.
Han pasado cinco meses de lo contado y el delegado del
Gobierno viene dando pruebas palpables de buen hacer. Se ha
tranquilizado. Y lo ha hecho, me consta, sin perder el
entusiasmo. O sea.
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