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OPINIÓN - SÁBADO, 18 DE AGOSTO DE 2012

 

OPINIÓN / EL OASIS

Aquel 18 de agosto
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Noche del pasado jueves, sentado a la mesa de una terraza, tan repleta de años como siempre deseable, me llega la voz de Antonio Machín. Miro el reloj, diez menos cuarto de la noche, e inmediatamente mis pensamientos vuelan hacia los años 40 del siglo pasado. Los años 40 fueron los años del DDT, del gasómetro, de la cartilla de abastos, del estraperlo y de la hermana de fulano que, ¿sabes?, se gana la vida como puede para sacar adelante a unos hijos que, de lo contrario, la canina los dejaría tan caquéxicos que podrían engrosar la lista de criaturas desnutridas y abocadas a morirse antes de tener consciencia de qué era la parca.

Antonio Machín forma parte de mi niñez. Yo lo había visto un año antes en El Bar Playa de Córdoba. Aun recuerdo su repertorio de canciones y su maestría manejando las maracas. A mis padres les gustó tanto la actuación del artista cubano que, en cuanto fue anunciado en el Cortijo de los Rosales –de Cádiz- al verano siguiente, estaban dispuestos a verle. La presencia de AM estaba anunciada el 18 de agosto de 1947.

Recuerdo que nos fue imposible viajar a Cádiz, desde el Puerto de Santa María, porque el coche de mi tío Bernardo tenía problemas y éste, a pesar de ser mecánico y propietario del mejor taller de reparaciones, alegó que le era imposible meterse en faena ese día. Mis padres, pues, decidieron ir al cine. A un cine de verano, llamado Macario, donde proyectaban ‘Como te quise te quiero’: película cuyo argumento trataba de un matrimonio con problemas. Es decir, nada nuevo bajo el cielo sin luna de una noche extremadamente calurosa y donde un disco de Rafael Farina, bella voz gitana, amenizaba la espera del comienzo de la película.

A las diez menos cuarto de la noche, de aquel lunes 18 de agosto, el cielo se iluminó con un rojo resplandor vivísimo. Y, cuando las miradas de cuantos estábamos en la terraza del cine se dirigían hacia arriba, un horrible estampido se oyó a la par que muchas personas rodaban por los suelos. Gritos. Llantos. Carreras desordenadas para salir. Pánico. Orden de conservar la calma.

Los porteños, de todas las edades, acudimos presurosos a ver qué ocurría en las aguas de la Bahía Gaditana. Y, desde el mirador que ofrecía el muelle del vapor, del célebre vaporcito tan cantado y celebrado, parecía que las llamas avanzaban sobre las aguas dispuestas a purificarlo todo. Miedo a raudales. Cádiz ardía y estaba sin luz, sin agua, sin teléfonos, llena de muertos y heridos y de unos pocos marineros de reemplazo dispuestos a evitar una segunda explosión, anunciada por Radio Jerez como el fin de nuestra existencia. “Al campo, al campo, váyanse al campo para evitar la onda expansiva que puede ser mortal, si acaso se produce la segunda explosión”, gritaba el locutor jerezano. Y allá que familias enteras, como una especie de éxodo, buscábamos cobijo al aire libre. En ejido cercano y en campos donde la entrada no fuera protegida por perros peligrosos o cancerberos tan feroces, o más, que los propios canes.

La segunda explosión no se produjo y nunca se supieron las causas por las que estalló el material almacenado en aquel polvorín. Yo tenía siete años. Y viví por primera vez la muerte de un hombre muy de cerca. Me hice mayor a partir de entonces. Hoy se cumplen 65 años de aquella catástrofe. La voz de Antonio Machín me aviva los recuerdos de aquellos años terribles.
 

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