Noche del pasado jueves, sentado a
la mesa de una terraza, tan repleta de años como siempre
deseable, me llega la voz de Antonio Machín. Miro el
reloj, diez menos cuarto de la noche, e inmediatamente mis
pensamientos vuelan hacia los años 40 del siglo pasado. Los
años 40 fueron los años del DDT, del gasómetro, de la
cartilla de abastos, del estraperlo y de la hermana de
fulano que, ¿sabes?, se gana la vida como puede para sacar
adelante a unos hijos que, de lo contrario, la canina los
dejaría tan caquéxicos que podrían engrosar la lista de
criaturas desnutridas y abocadas a morirse antes de tener
consciencia de qué era la parca.
Antonio Machín forma parte de mi niñez. Yo lo había visto un
año antes en El Bar Playa de Córdoba. Aun recuerdo su
repertorio de canciones y su maestría manejando las maracas.
A mis padres les gustó tanto la actuación del artista cubano
que, en cuanto fue anunciado en el Cortijo de los Rosales
–de Cádiz- al verano siguiente, estaban dispuestos a verle.
La presencia de AM estaba anunciada el 18 de agosto de 1947.
Recuerdo que nos fue imposible viajar a Cádiz, desde el
Puerto de Santa María, porque el coche de mi tío Bernardo
tenía problemas y éste, a pesar de ser mecánico y
propietario del mejor taller de reparaciones, alegó que le
era imposible meterse en faena ese día. Mis padres, pues,
decidieron ir al cine. A un cine de verano, llamado
Macario, donde proyectaban ‘Como te quise te quiero’:
película cuyo argumento trataba de un matrimonio con
problemas. Es decir, nada nuevo bajo el cielo sin luna de
una noche extremadamente calurosa y donde un disco de
Rafael Farina, bella voz gitana, amenizaba la espera del
comienzo de la película.
A las diez menos cuarto de la noche, de aquel lunes 18 de
agosto, el cielo se iluminó con un rojo resplandor vivísimo.
Y, cuando las miradas de cuantos estábamos en la terraza del
cine se dirigían hacia arriba, un horrible estampido se oyó
a la par que muchas personas rodaban por los suelos. Gritos.
Llantos. Carreras desordenadas para salir. Pánico. Orden de
conservar la calma.
Los porteños, de todas las edades, acudimos presurosos a ver
qué ocurría en las aguas de la Bahía Gaditana. Y, desde el
mirador que ofrecía el muelle del vapor, del célebre
vaporcito tan cantado y celebrado, parecía que las llamas
avanzaban sobre las aguas dispuestas a purificarlo todo.
Miedo a raudales. Cádiz ardía y estaba sin luz, sin agua,
sin teléfonos, llena de muertos y heridos y de unos pocos
marineros de reemplazo dispuestos a evitar una segunda
explosión, anunciada por Radio Jerez como el fin de nuestra
existencia. “Al campo, al campo, váyanse al campo para
evitar la onda expansiva que puede ser mortal, si acaso se
produce la segunda explosión”, gritaba el locutor jerezano.
Y allá que familias enteras, como una especie de éxodo,
buscábamos cobijo al aire libre. En ejido cercano y en
campos donde la entrada no fuera protegida por perros
peligrosos o cancerberos tan feroces, o más, que los propios
canes.
La segunda explosión no se produjo y nunca se supieron las
causas por las que estalló el material almacenado en aquel
polvorín. Yo tenía siete años. Y viví por primera vez la
muerte de un hombre muy de cerca. Me hice mayor a partir de
entonces. Hoy se cumplen 65 años de aquella catástrofe. La
voz de Antonio Machín me aviva los recuerdos de aquellos
años terribles.
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