La fe es estar siempre en un grito
y ponerlo, siempre, en el cielo. ¿Si no pones el grito en el
cielo, cómo quieres que te oiga Dios? Quien así se expresaba
era nada más y nada menos que José Bergamín. Uno de
los talentos preclaros de la España peregrina y un cristiano
revolucionario que luchó por los ideales socialistas.
Hace 30 años, en Ceuta y durante el mes de julio, quien
ponía el grito en el cielo era Serafín Becerra. Que
no era socialista, aunque su tarea, como político, a favor
de su tierra no admitía duda alguna. Gritaba SB, en aquellos
entonces, con el único fin, que no era poco, de hacerse oír
por los dioses menores; es decir, por los políticos de la
UCD que partían el bacalao en Madrid. Pero a esos dioses
menores, ensimismados en otras cuestiones, el vozarrón
reivindicativo de Serafín o no les llegaba o les sonaba a
cuento chino. De ahí que SB se quejara, amargamente, en el
único medio escrito que había en aquella época, de cómo su
voz carecía de resonancia cuando la ponía a disposición de
Ceuta: su tierra. Por ser él, apostillaba, “un político del
pueblo y para el pueblo”.
En aquel verano de 1982, recién llegado yo a la ciudad, lo
que más me llamó la atención fue que había dos personas en
las que se centraban todas las diatribas: eran el
subdelegado del Gobierno, Fernando Marín López, y
Álvaro Espinosa, juez. Y no me pregunten por las causas.
Muy pronto comprendí, en apenas unos días, que libertad y
democracia estaban en boca de los ciudadanos durante día y
noche. En aquella época, ante el menor contratiempo,
cualquiera te espetaba: “¡Oiga, que yo soy demócrata…!”. Y a
mí se me venía rápidamente a la memoria el cuento de aquel
monaguillo que no sabía su papel y a cuanto decía el
oficiante, según la liturgia, respondía: “Bendito y alabado
sea el Santísimo Sacramento”. Hasta que harto de insistencia
el sacerdote, se volvió y le dijo: “Hijo mío, eso es muy
bueno; pero no viene al caso”.
La vida política era como una jaula de grillos en la que
todos gritaban tratando de imponer sus ideas, pero sin
querer dialogar ni comprobarlas con las de otros. Y llegué a
la conclusión que la política imperaba de manera arrebatada.
Primaba, por encima de todo, una pasión expresada de forma
directa. Parecía como si cada persona tuviera en su cabeza
la forma válida con la que hacer de la democracia
herramienta válida para todo y preñada a su vez de eficacia
y bienestar. Así, a pesar de las muchas vueltas que yo le
había dado a la península, reconocí, en un momento
determinado, no haber asistido a tanta disputa feroz entre
partidos y donde los ataques a las personas fueran tan
encarnizados.
También me sorprendió, que, en llegando las fiestas
patronales, hubiera como un acuerdo tácito para que la
política cediera el paso al disfrute de la Feria. Una
especie de tregua que se cumplía a rajatabla. Y, cómo no, lo
sola que se quedaba la ciudad nada más finalizar las
fiestas.
Hoy, en agosto, cuando han transcurridos 30 años, el acuerdo
tácito en las fiestas se sigue cumpliendo aunque a
regañadientes. La ciudad se sigue quedando, tras la Feria,
más sola que la una. Pero lo que se echa de menos es la
actividad política. Aquella actividad pública, tal vez
hipertrofiada, pero que mostraba en todas sus vertientes que
Ceuta y la península tenían pulso. El pulso que se ha ido
perdiendo. El pulso que Francisco Silvela echó de
menos en su época. ¿Verdad, Serafín Becerra?
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