Los Juegos Olímpicos no han
despertado en mí esa expectación que cabría esperar de tal
acontecimiento deportivo. Confieso, sin pudor alguno, que me
he sentado ante el televisor para presenciar el espectáculo
del Reino Unido en ocasiones tan contadas como para
acordarme de ellas. El Honduras-España de fútbol fue la
primera. La segunda se debió al partido de tenis, modalidad
en dobles, que jugaron Feliciano y Ferrer
contra la pareja Llodra-Tsonga. En baloncesto, el
Brasil-España llamó mi siguiente atención. Y el martes por
la noche, cuando estaba sometido a la dictadura de las
cabezadas, en cómodo sillón de mi salita de estar, un grito
deportivo, procedente de una radio, entró como una
exhalación por el cierro de mi casa y me espabiló de manera
que enchufé el televisor y me comuniqué, deprisa y
corriendo, con la 2 de Televisión Española.
Y me encontré con el partido de waterpolo femenino que
estaban jugando las selecciones de España y Hungría.
Quedaban dos tiempos. Y las españolas ganaban por dos tantos
de diferencia. Y, en apenas nada, vamos, en menos que canta
un gallo, me sentí atrapado por la emoción de un juego que a
mí, la verdad sea dicha, nunca me había llamado la atención.
A pesar de que vivo, desde hace 30 años, en una ciudad donde
esa disciplina deportiva cuenta con tantos adeptos y es cuna
de muy buenos jugadores.
El nombre de Lorena Miranda sonaba continuamente. Lo
cual acabó por quitarme los coletazos de soñera y me puso en
condiciones de acceder al entusiasmo. Un entusiasmo que se
iba acrecentando con el paso de los minutos a la par que mis
pulsaciones iban subiendo.
El nombre de Lorena Miranda, a quien se le concedió, meses
atrás, el premio María de Eiza, por recomendación
expresa de Susana Román –que manda tela marinera en
el Gobierno local-, me hizo caer en la cuenta de que Juan
Vivas estaría también, allá en La Rioja o en cualquier
rincón perdido de Sierra Morena, viendo el partido de
waterpolo y sufriendo lo indecible. Más o menos el mismo
sufrimiento que se apoderaba de él cuando le tocaba ver
jugar a la Asociación Deportiva Ceuta. Si bien el
sufrimiento de nuestro alcalde, en esta ocasión, sería por
algo bien distinto. Trataré de explicarlo.
Nuestro alcalde, tan dado a recibir a los ganadores para
fotografiarse con ellos, salir en los medios y hacer el
discurso de la felicidad terrenal que nos acoge bajo su
seno, no me cabe la menor duda que debió pasarlo muy mal.
Sobre todo cada vez que las húngaras acortaban distancias en
el marcador y ponían en peligro la consecución de una
medalla olímpica. Medalla olímpica que, además del mucho
valor que tiene para el deporte español y para la magnífica
Lorena Miranda, a nuestro alcalde le suponía asegurarse unos
días de cantos orales a cuanto significa la jugadora para
Ceuta y para quienes trabajan tanto y tan duramente por el
deporte ceutí. Días que llegarán, tras el regreso de las
vacaciones de nuestro alcalde, y en cuanto LM quede libre de
sus compromisos, como triunfadora en los juegos de
Inglaterra. Espectáculo que hará posible ver a nuestro
alcalde en su estado natural. Es decir, vendiendo un éxito
ajeno. Que siempre suele hacer suyo.
Mientras LM, extraordinaria deportista, mira indiferente a
todo cuanto la rodea y no entiende. Ni falta que le hace a
ella.
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