Tengo un amigo de la niñez con
quien asistí a varios colegios. Nos separamos cuando la
primera juventud hizo su aparición. Aun así, pudimos
compartir nuestra amistad durante temporadas, amén de que
nunca desechamos la oportunidad de comunicarnos aunque fuera
desde la distancia. Mi amigo habla tan bien como escribe. A
pesar de que nada más que pudo hacerse bachiller. Pero su
bachillerato es el de los años cincuenta. Que no es moco de
pavo. Mi amigo fue siempre de derecha. Por más que su 1.64
de estatura se lo deba al hambre que pasó durante la
posguerra.
Mi amigo es votante del Partido Popular. Votante y acérrimo
defensor de los principios del partido. Y, siendo una
persona encantadora, pierde los papeles en cuanto se le
discuten sus ideas. Tuvo, en su momento, pasión por Fraga;
una pasión que luego puso al servicio de Aznar.
Celestino Esparraguera, que así se llama mi amigo de
la infancia, vivió intensamente las elecciones del 22 de
noviembre pasado. Y festejó la victoria de Mariano Rajoy
tanto o más que cuando convenció a Lupe para que se casara
con él. Todo un éxito: pues Lupe le sacaba muchos
centímetros y era una de las beldades de la ciudad.
Celestino Esparraguera me ha llamado hoy. No lo hacía desde
noviembre. Y, tras los saludos de rigor, me ha confesado que
está del Gobierno popular hasta los dídimos. Así que durante
unos minutos le dejo que se desahogue. Pues entiendo que
algo grave debe haberle ocurrido para que despotrique contra
los suyos sin cesar. Llenándolos de improperios. Cebándose
con ellos.
Le pido calma. Porque a su edad, septuagenario ya, su
histerismo puede ponerle el corazón a prueba y nunca se
sabe… Pero todavía debo esperar algo más de tiempo para
poder preguntarle por el motivo de su enojo. Cuando ello
ocurre, no duda en ponerme al tanto de su desgracia. Resulta
que dos de sus hijos y un yerno han perdido sus empleos. Han
sido despedidos hace tres meses y más pronto que tarde
pasarán a depender de su sueldo de jubilado y de las cuatro
perras que Lupe y él ahorraron mediante grandes sacrificios.
Aprovechando que CE parece ser que ha recobrado el sosiego,
le digo que con el PP estamos abocados, si los alemanes no
ceden en sus pretensiones de austeridad, a volver a aquellos
tiempos en los que la Iglesia tenía a su cargo las tareas
sociales que en su día fue absorbiendo el Estado:
hospitales, casas de expósitos y, en general, la
beneficencia, corrían casi por completo a su cargo. No sólo
la beneficencia, sino también la enseñanza. Porque si el
Gobierno sigue recortando a los más débiles, y parece ser
que será así, los pobres serán cada vez más y la miseria
volverá a prevalecer en una España donde hasta para pedir
habrá que sacar una cédula en las parroquias.
La voz empañada de mi amigo me llega a través del teléfono:
“He leído en ‘La Razón’, lo recomendado por el cardenal
Antonio Cañizares, que los católicos debemos rezar
mucho. Tanto como para pedir que la ruina de nuestra
economía nos coja al menos preparados para hacernos con un
sitio allá arriba. Que, a fin de cuentas, es lo mejor que
nos puede pasar. Por lo tanto, Manolo, si la Iglesia
ha decidido pronunciarse así, es que estamos más perdidos
que el barco del arroz. Lo de Rajoy no tiene nombre”.
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