Cuando España es ya un clamor
contra los recortes a los de siempre: a los más débiles.
Cuando España es ya un hervidero de indignación contra
políticos, banqueros, élite empresarial y financiera y
dirigentes socialistas, que han llevado al país al borde de
la quiebra, la gente pide a voz en cuello que se reduzca el
número de diputados y concejales y que se prescinda de algo
tan inane como es el Senado.
Como semejantes peticiones no cesan, y lo que te rondaré,
morena, me he acordado hoy, cuando escribo, del pote que
siempre se han dado los diputados nacionales por su
participación en algunas de las muchas comisiones existentes
en el Congreso. De las que se dicen que solo sirven como
excusas para cobrar dietas.
Diputados hubo, durante todo lo que llevamos de democracia,
que delante de mí parecían pavos reales. Debido a la
importancia que se daban relatando la enorme labor que
hacían en el Congreso. Rezumaban importancia de estadista.
Como si su falta de asistencia a esas comisiones, por
cualquier contrariedad, supusiera un verdadero drama para el
discurrir de la vida española.
Un día, mira por dónde, se me ocurrió leer ‘Memorias de un
beduino en el Congreso de los Diputados’, escrito por
José Antonio Labordeta –ya fallecido-. Y en uno de los
capítulos -titulado De comisiones vengo. A comisiones voy-
explica, quien fuera diputado de CHA, cómo vivió su
participación en la comisión de Peticiones.
Lo primero que dice Labordeta es que a él aquello le pareció
una estafa desde el primer día. Ya que los peticionarios
enviaban sus peticiones a la comisión y aquí se valoraba
adónde se enviaban. Si pedía justicia, a Justicia; si pedía
que le solucionaran un problema relativo a su escalafón
militar, a Defensa; si era un médico que se quejaba de las
vacunas, a Sanidad.
El problema era cuando llegaban peticiones de colectivos que
solicitaban asuntos difícilmente clasificables por
ministerios, lo que provocaba que en la comisión se
discutiera durante un buen rato adónde había que enviarlas
(los pobrecitos diputados, me imagino yo que quedarían
exhaustos por desarrollar tan ardua tarea).
Llegaban verdaderos testamentos reclamando justicia y
solidaridad, denunciando agrestes situaciones inconfesables,
pidiendo revisiones de la Guerra Civil, y casos novelescos.
De entre las muchas cosas que destaca Labordeta, maño
irrepetible, está una en la que un ciudadano pide que se
castre al párroco de su pueblo.
También las cárceles estaban siempre en primera línea, bien
para dolerse del régimen penitenciario o bien para hacer
peticiones como aquella de un interno que, a punto de
obtener la libertad, pedía seguir en “su” cárcel, con sus
amigos, ya que, después de veinte años de régimen
carcelario, lo poco que tenía lo tenía en “su” prisión y
nada le quedaba fuera.
Pero destaca una petición extraña, que acollonó al
presidente de la comisión y al letrado: El peticionario
solicita la esterilización sexual del rey don Juan Carlos
por temor a que transmita alguna enfermedad venérea a doña
Sofía. Y, por lo leído, se armó la marimorena. Ya que el
presidente de la comisión propuso enviar una copia de la
petición a la Zarzuela y otra a la Moncloa. Y, claro, la
coña marinera alcanzó su mayor grado de efervescencia.
Lo absurdo, digo yo, es seguir manteniendo semejante
pantomima. Lo absurdo, dice Labordeta, es seguir manteniendo
esa ficción de legalismo populista e inservible.
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