Dice un dicho antiguo que “la
verdad solo tiene un camino”. El momento actual que vivimos
parece negar lo evidente y enfrascarse en contiendas
inútiles, a las que habría que dar solución. Desde luego,
debemos suscitar el cambio en el mundo. Precisamente este
año, en que se celebra el noventa y cuatro cumpleaños de
Nelson Mandela, el hombre que nos enseñó a cambiar el
planeta, las Naciones Unidas se unen al llamamiento de la
fundación que lleva su nombre para dedicar sesenta y siete
minutos de nuestro tiempo en ayudar a los demás, -uno por
cada año de servicio público de Nelson-, homenajeando así a
este ser humano excepcional con motivo de su onomástica, el
dieciocho de julio. Todo un referente para estos tiempos de
odio y egoísmo; él que dedicó su quehacer al servicio de la
humanidad, que gastó toda su vida por los demás, como
abogado defensor de los derechos humanos, como preso de
conciencia, trabajando por la paz y como primer presidente
elegido democráticamente de una Sudáfrica libre.
En un mundo donde las sombras de la injusticia y la pobreza
se acrecientan sobre todo los continentes, es más urgente
que nunca prestar auxilio a tantas voces que hoy claman en
busca de asistencia. Por eso, aplaudo la idea de la
Fundación Nelson Mandela, avalada por Naciones Unidas, para
instar a todos y a cada uno de nosotros, a dedicar unos
minutos de nuestro tiempo a prestar un servicio
desinteresado a la humanidad. Cada uno según sus
posibilidades. A veces no hacen falta grandes caudales para
ponernos a disposición del que llama nuestra atención. Los
dominadores del mundo han hecho del planeta un hábitat a su
medida. Nos olvidamos, con demasiada frecuencia, de que
todos dependemos de todos. La solidaridad mundial tiene que
ser posible porque es necesaria y urgente. Por desgracia,
aunque el mundo es cada vez más interdependiente, sigue
estando dividido, no sólo por las diferencias económicas,
sino también por el aluvión de discriminaciones, que habría
que atajarlas cuanto antes.
Promover el cambio en el mundo, pues, tomando como guía a
Nelson Mandela, pasa por propiciar el respeto a los derechos
humanos y al estado de derecho. Él detestó como pocos la
discriminación racial y de género, trazando un camino de
libertades para que creciera la armonía entre los pueblos.
Así como la eliminación de la pobreza es un acto de
justicia, también la inclusión de las personas a una vida
digna ha de considerarse como una ayuda básica. No como una
caridad. Es un acto humano que debemos poner en práctica y
que está en nuestras manos llevarlo a la realidad. Está
visto que sólo mediante una acción disciplinada de las masas
se puede asegurar el cambio. Es hora de que revivan los
movimientos por la igualdad de los pueblos, por la justicia,
por la libertad y de que pongamos las bases de una verdadera
alianza humana, donde nadie quede excluido.
Nosotros, las personas, podemos cambiar el mundo. Sin duda,
no es tarea sólo de los gobiernos. Cada persona puede ayudar
a promover desarrollos más igualitarios, más sostenibles,
adoptando actitudes positivas, capaces de generar confianza
en nosotros mismos. Ha llegado el momento de las grandes
manifestaciones de solidaridad contra la casta de poder, que
sólo busca más poder para sí y los suyos, contra las mafias
de mercados y contra el espionaje de ciudadanos. En muchos
países se ha instalado la cultura de la impunidad y del
miedo, que únicamente puede ser combatida con la acción
solidaria colectiva.
Para más dolor de la humanidad, tenemos muchas ciudades en
el mundo que hoy son hervideros sin ley, territorios
enfrentados, comunidades que superan las películas de
fugitivos y canallas.
El propio Nelson Mandela dijo una vez: “Podemos cambiar el
mundo y transformarlo en un lugar mejor. Eso depende de cada
uno de nosotros”. Tomemos este mensaje. Ayudemos a los
necesitados. Donemos nuestro tiempo a las personas afectadas
por tantas crisis de opresión y por las cargas de
marginalidad que habitan en este desordenado planeta. No
olvidemos que los problemas mundiales son problemas de todos
y deben abordarse de manera tal que los costos y las cargas
se distribuyan con justicia. Así, los que menos tienen, o
los que menos se han beneficiado, merecen la ayuda de los
más favorecidos. Unidos siempre, y pensando en la mejor
manera de dar las gracias a un liberador como Nelson,
realicemos algo por aquellas personas tratadas injustamente
o, al menos, sirvamos de inspiración para ese cambio que el
planeta pide a gritos.
Urge, por tanto, cultivar la cultura del bien común y
extender dicho cultivo por toda la faz de la tierra. El
riesgo de nuestro tiempo es que la clase dirigente no está
formada por hombres de estado, sino por hombres de partido,
que no siguen las pautas de la universalidad, que mienten y
se contradicen como norma, tolerando desde su pedestal las
más variadas formas de menosprecio y violación de las
personas más débiles. Cuando el sentido auténtico de la
solidaridad se eclipsa, nuestra capacidad de discernimiento
se atrofia y el bien se disipa entre un vacío de ideas. Es
de desear, por consiguiente, un papel más incisivo en la
gratuidad de todos, incluido los gobernantes. Ofrezcamos
nuestra ayuda más allá de la visión materialista de los
propios acontecimientos humanos para, de este modo, avivar
generosamente la tarea en favor del desarrollo del mundo y
de todos sus moradores.
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