El llanto está en nosotros. Las
mafias toman pertenencias y la factura de sus locuras las
pagan los pobres, los de siempre, el mundo de los
marginados. La cúspide dirigente está podrida. La cultura de
la ilegalidad se sirve en bandeja a diario para desgracia de
la belleza, que ya no existe, porque nos movemos en el
terreno de la mentira permanente. Todo se compra con dinero:
la justicia, los gobiernos, la libertad y hasta el mismísimo
nombre. A lo que hemos llegado. Es el tiempo de los
falsificadores, de la piratería, del mal gusto y de los
planes de ajustes más injustos, de los escándalos y de los
desórdenes, de la incertidumbre y del desconsuelo de los
excluidos, de la anticultura que apuesta por la inhumanidad.
Ya no se puede disfrutar de los campos y los valles, de las
fuentes y de los ríos, de los largos paseos, de las luces
del atardecer, ni del despertar del alba. En cualquier
esquina te sorprende un crimen organizado, un secuestro de
tu propia vida o una incautación de pensamientos. O un fuego
de los que todo lo barren de humo. Hemos perdido, o nos la
han hecho perder, la orientación de vida, el diálogo entre
personas, la reflexión racional, la libertad de ser y de
creencia. Hoy más que nunca, por consiguiente, es importante
saber mirar la realidad que nos circunda, y no descuidar la
autenticidad de las gestas. Hay que volver a las raíces, a
la interiorización de la persona, al cultivo humano y a
tomar conciencia de lo que somos.
En nosotros está el llanto porque hemos perdido la
esperanza. Cuando se pierde la ilusión todo se degenera. Los
resultados están ahí. Vivimos alocadamente, sin humildad, ni
norma ética alguna, sin promover el diálogo y la
participación, sin crear armonía y sin tender nuestra mano
al que la necesite. Cada gobierno mira para sí y los suyos.
Cada país cuida de sus intereses. Cada pueblo levanta sus
murallas. Cada ciudadano cierra su corazón y se encierra de
egoísmos. Después de mí, el diluvio. El orgullo al poder. Y
el poder con los poderosos. Que siguen gozando de total
impunidad hasta en países que se dicen demócratas. Cuesta
decirlo, pero hay que decirlo. Un mundo que es incapaz de
prestar asistencia humanitaria y que niega alimentos,
educación y atención médica a su misma especie, no merece
despertar a la vida.
Por eso, me gustaría cambiarme de mundo. O mejor de vida.
Ésta es insostenible, excluyente a más no poder, insegura,
insolidaria, intolerable, inhumana, insoportable... ¡Estoy
horrorizado!. La fortuna se la llevan los pudientes y la
ruina los débiles. Es lo mismo de siempre, la misma piedra
con la que tropezaron nuestros antepasados. Desde luego,
tenemos que transformar los lenguajes y clarificar los
nuevos horizontes de futuro, de grandeza y dignidad. Tenemos
que generar otro mundo empeñado por el bien común, por el
bien de todos y de cada uno. La humanidad no puede soportar
por más tiempo estos contrastes entre vidas humanas, entre
la pobreza y la riqueza, entre los golfos con poder y los
sirvientes que aguantan.
Este planeta, sin duda, tiene necesidad de líderes que se
comprometan en acciones concretas, capaces de amortiguar la
presencia de fuerzas contrapuestas. Siempre hay un norte y
un sur, un centro y un extrarradio, una zona de lujo y otra
de miseria. Todo ello, alimenta la hostilidad, los
conflictos y las desgracias. Lo sabemos, pero hacemos nada
por cambiar. Está visto, pues, que cuando crece la
irresponsabilidad y las enormes desigualdades
económico-sociales se enraízan en la vida, quizá no
merezcamos tampoco vivir como especie pensante. ¡Qué dolor
más hondo! ¡Y qué retroceso más grande!.
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