La preocupante y adversa coyuntura económica que afecta a
nuestro país ha puesto encima de la mesa el debate sobre la
legitimidad moral y responsable de la utilización del Fondo
de Reserva de la Seguridad Social para financiar parte del
crecimiento del gasto público a través de sus inversiones,
de tal forma que este fondo se ha convertido, desde el
inicio de la crisis, en uno de los principales financiadores
o compradores de la deuda pública española y ha dejado en un
segundo plano su principal razón de ser, la de asegurar la
reserva de las pensiones públicas de los cotizantes
españoles.
El Fondo de Reserva de la Seguridad Social cuyo patrimonio a
mayo de 2012 ascendía a 67.948 millones de euros (6,33% del
PIB), fue creado en el año 2000 como una medida del Pacto de
Toledo con el objetivo de establecer fondos especiales de
estabilización y reserva destinados a atender las
necesidades futuras del sistema. Ante los problemas de
envejecimiento que se avecinaban el fondo pretendía
salvaguardar los superávits corrientes de las manos de los
políticos, que venían destinándolos a fines ajenos al
sistema público de pensiones, como la financiación de la
sanidad. El objetivo era establecer que, en un sistema de
reparto y de prestación definida como el español, los
superávits corrientes debían ser consignados como reservas,
al modo de las empresas privadas con los beneficios no
distribuidos, pues eran derechos a pensiones futuras y, por
tanto, tenían que ser invertidos bajo unos criterios
estrictos de seguridad.
El Real Decreto 227/2004, de 27 de febrero, que desarrolló
la Ley del Fondo de Reserva establecía que éste podía
invertir en títulos emitidos por personas jurídicas públicas
nacionales y extranjeras, de calidad crediticia elevada y
con un significativo grado de liquidez, que se acordase por
el Consejo de Ministros, y a propuesta de los ministros de
Trabajo, Hacienda y Economía. Además, el Comité de Gestión
del Fondo establece que, al menos, el 45% debe invertirse en
deuda española y que el porcentaje máximo no puede superar,
en ningún caso, el 11% del total de deuda pública emitida
por el Estado. La inversión en deuda pública extranjera se
limita al 55% del valor nominal.
Desde que la crisis de deuda soberana empezara, hemos
asistido a un proceso acelerado de inversión de los activos
del fondo en deuda nacional. Así, a finales de 2011, los
activos en los que está invertido el Fondo correspondían en
un 89,76% a deuda española y el 10,24% restante a deuda
extranjera (Alemania, Países Bajos y Francia). Esto supone
un incremento significativo en la compra de deuda nacional
que ha pasado de constituir el 76,27% de la cartera de
inversión en 2009 al casi 90% alcanzado en 2011, con la
consiguiente reducción del peso de la deuda pública
extranjera.
Esta composición de la cartera no está exenta de
controversia. Si bien el volumen de la deuda pública
española en poder del fondo es del 10,24% del total emitido
por el Estado, por lo que está dentro del margen legal
(<11%), surge la reflexión sobre si la exposición del fondo
a la deuda pública española, con una calidad crediticia de
dudosa calidad y, por tanto, de mayor riesgo, es excesiva.
Sin embargo, existen opiniones que consideran que es lógico
que el Fondo de Reserva contribuya a financiar el gasto
público de nuestro país y no el de otros países, así como a
disfrutar de la elevada rentabilidad de los bonos y
obligaciones españoles frente a los activos de deuda europea
o, lo que es lo mismo, activos de máxima solvencia (triple
A). Además, argumentan que la legislación no establece
ningún requisito mínimo de rating, y deja a criterio del
Comité de Gestión del Fondo la interpretación de lo que se
considera como “calidad crediticia elevada”.
Sin embargo, los elevados riesgos a los que se enfrenta esta
política de concentración de las inversiones del fondo no se
deben minusvalorar. Empezando por la propia valoración de
los activos, que se realiza a precio de adquisición y no a
precio de mercado, de modo que se evita minusvalorar la
cartera. Pero si se necesitase recurrir al fondo para el
pago de pensiones y se tuviera que vender parte de esos
activos en el mercado, nos llevaría, en el mejor de los
casos, a unas pérdidas considerables, cuando no a su
iliquidez. Y no especularemos sobre lo que significaría para
el fondo la tan temida “quita” a la griega. Surge la
reflexión de por qué ha variado la política de inversiones
desde la constitución de la primera reserva en el año 2000
hasta la actualidad y si se está poniendo en riesgo el
propio fondo y, en consecuencia, su razón de ser. Frente a
los argumentos que defienden esta política de inversiones,
ya sea por estrategia, rentabilidad, nacionalismo o el
motivo que sea, debe anteponerse la reflexión qué haría
cualquier inversor racional, que trata de dotar de las
mayores garantías posibles a su inversión, más en el caso de
una inversión que nos atañe a todos.
*Profesora titular de la Universidad Rey Juan Carlos
|