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OPINIÓN - MIÉRCOLES, 4 DE JULIO DE 2012

 
OPINIÓN / COLABORACION

El riesgo inversor de la seguridad social

Por Rocío Gallego*


La preocupante y adversa coyuntura económica que afecta a nuestro país ha puesto encima de la mesa el debate sobre la legitimidad moral y responsable de la utilización del Fondo de Reserva de la Seguridad Social para financiar parte del crecimiento del gasto público a través de sus inversiones, de tal forma que este fondo se ha convertido, desde el inicio de la crisis, en uno de los principales financiadores o compradores de la deuda pública española y ha dejado en un segundo plano su principal razón de ser, la de asegurar la reserva de las pensiones públicas de los cotizantes españoles.

El Fondo de Reserva de la Seguridad Social cuyo patrimonio a mayo de 2012 ascendía a 67.948 millones de euros (6,33% del PIB), fue creado en el año 2000 como una medida del Pacto de Toledo con el objetivo de establecer fondos especiales de estabilización y reserva destinados a atender las necesidades futuras del sistema. Ante los problemas de envejecimiento que se avecinaban el fondo pretendía salvaguardar los superávits corrientes de las manos de los políticos, que venían destinándolos a fines ajenos al sistema público de pensiones, como la financiación de la sanidad. El objetivo era establecer que, en un sistema de reparto y de prestación definida como el español, los superávits corrientes debían ser consignados como reservas, al modo de las empresas privadas con los beneficios no distribuidos, pues eran derechos a pensiones futuras y, por tanto, tenían que ser invertidos bajo unos criterios estrictos de seguridad.

El Real Decreto 227/2004, de 27 de febrero, que desarrolló la Ley del Fondo de Reserva establecía que éste podía invertir en títulos emitidos por personas jurídicas públicas nacionales y extranjeras, de calidad crediticia elevada y con un significativo grado de liquidez, que se acordase por el Consejo de Ministros, y a propuesta de los ministros de Trabajo, Hacienda y Economía. Además, el Comité de Gestión del Fondo establece que, al menos, el 45% debe invertirse en deuda española y que el porcentaje máximo no puede superar, en ningún caso, el 11% del total de deuda pública emitida por el Estado. La inversión en deuda pública extranjera se limita al 55% del valor nominal.

Desde que la crisis de deuda soberana empezara, hemos asistido a un proceso acelerado de inversión de los activos del fondo en deuda nacional. Así, a finales de 2011, los activos en los que está invertido el Fondo correspondían en un 89,76% a deuda española y el 10,24% restante a deuda extranjera (Alemania, Países Bajos y Francia). Esto supone un incremento significativo en la compra de deuda nacional que ha pasado de constituir el 76,27% de la cartera de inversión en 2009 al casi 90% alcanzado en 2011, con la consiguiente reducción del peso de la deuda pública extranjera.

Esta composición de la cartera no está exenta de controversia. Si bien el volumen de la deuda pública española en poder del fondo es del 10,24% del total emitido por el Estado, por lo que está dentro del margen legal (<11%), surge la reflexión sobre si la exposición del fondo a la deuda pública española, con una calidad crediticia de dudosa calidad y, por tanto, de mayor riesgo, es excesiva. Sin embargo, existen opiniones que consideran que es lógico que el Fondo de Reserva contribuya a financiar el gasto público de nuestro país y no el de otros países, así como a disfrutar de la elevada rentabilidad de los bonos y obligaciones españoles frente a los activos de deuda europea o, lo que es lo mismo, activos de máxima solvencia (triple A). Además, argumentan que la legislación no establece ningún requisito mínimo de rating, y deja a criterio del Comité de Gestión del Fondo la interpretación de lo que se considera como “calidad crediticia elevada”.

Sin embargo, los elevados riesgos a los que se enfrenta esta política de concentración de las inversiones del fondo no se deben minusvalorar. Empezando por la propia valoración de los activos, que se realiza a precio de adquisición y no a precio de mercado, de modo que se evita minusvalorar la cartera. Pero si se necesitase recurrir al fondo para el pago de pensiones y se tuviera que vender parte de esos activos en el mercado, nos llevaría, en el mejor de los casos, a unas pérdidas considerables, cuando no a su iliquidez. Y no especularemos sobre lo que significaría para el fondo la tan temida “quita” a la griega. Surge la reflexión de por qué ha variado la política de inversiones desde la constitución de la primera reserva en el año 2000 hasta la actualidad y si se está poniendo en riesgo el propio fondo y, en consecuencia, su razón de ser. Frente a los argumentos que defienden esta política de inversiones, ya sea por estrategia, rentabilidad, nacionalismo o el motivo que sea, debe anteponerse la reflexión qué haría cualquier inversor racional, que trata de dotar de las mayores garantías posibles a su inversión, más en el caso de una inversión que nos atañe a todos.

*Profesora titular de la Universidad Rey Juan Carlos
 

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