En España la primera manifestación
del poder consiste en colocar gente próxima; antes se
contrataba a parientes carnales y ahora a parientes
políticos; o sea, a militantes del partido que reclaman el
pago de las lealtades. Esas legiones clientelares
sobredimensionan una Administración ineficaz y mal
organizada y contribuyen al rencor popular contra la función
pública.
Durante muchos años hemos venido asistiendo a un
“clientelismo” político y duplicidad de personal y
servicios. Nunca bien visto y, por tanto, criticado
acerbamente por los funcionarios que ganaron su plaza por
oposición en las administraciones públicas.
Durante los años de bonanza económica, en los que el
despilfarro ha prevalecido, las críticas no pasaban de ser
sino comentarios de corrillos, estimulados por el vino de
Rioja y la posibilidad de sacarle las tiras de pellejo a los
consejeros que no estaban presentes.
Los consejeros, tenidos por asesores, es decir, personas
capacitadas para informar y aconsejar a las autoridades, por
estar en posesión de grandes conocimientos en determinados
asuntos, vivían una vida plácida y estaban bien remunerados.
Amén de contar con la oportunidad de formarse en otras
disciplinas administrativas que les eran desconocidas.
Muchas veces, tras participar en tertulias con algunos de
los asesores, solía yo preguntarme qué rendimiento le sacaba
el presidente de la Ciudad, o cualquier otra autoridad, a
los informes que los susodichos pudieran hacer sobre la
especialidad por la que habían sido contratados. Y las dudas
eran muchas. Porque los asesores apenas dejaban entrever la
preparación adecuada.
Sería absurdo negarles el conocimiento que habían ido
adquiriendo mediante el trato con políticos, funcionarios,
administrados y todo lo concerniente a las costumbres
adquiridas en las Administraciones Públicas. En rigor, poco
bagaje para ser considerados asesores. Palabra de mucha
rimbombancia para tan poca formación.
No obstante, y dado que los tenidos por asesores han estado
ejerciendo sus cargos durante muchos años, bien podrían
haber previsto que semejante bicoca no les iba a durar
siempre. Máxime sabiendo que lo que se decide a dedo a dedo
se pierde. Casi todos ellos, bien pudieron, en tiempos de
esplendor económico, haber obtenido otro empleo. Menos
pomposo, quizá peor pagado, pero donde la continuidad
hubiera sido posible.
Lo digo, porque a mí me ha causado desazón la noticia
publicada, días atrás, acerca de que el Gobierno de la
Ciudad ha prescindido de diez asesores. Diez personas que a
primero de julio pasarán a cobrar el paro. Diez personas
cuyas edades, y en los tiempos que corren, no les va a
resultar nada fácil encontrar empleo.
No obstante, y con la libertad que me conceden los años
cumplidos; con la independencia que me brinda mi simpatía
por las imprudencias, y con la distancia que establezco
entre mi humilde persona y lo políticamente correcto, afirmo
sin rubor que el presidente de la Ciudad debió, hace ya
mucho tiempo, hacer todo lo humanamente posible para no
llegar a esta situación. La de tener que prescindir de unos
asesores que nunca lo fueron.
Los políticos, sobre todo los que gozan de la autoridad que
proporcionan las mayorías absolutas, han de tomar decisiones
justas y a tiempo. Hubo un tiempo en el cual los asesores
pudieron causar baja sin tragedia. Y no se hizo. Craso error
por ambas partes.
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