Andamos pendientes de la economía
mundial. No vemos más que por los ojos de una cultura
embriagada por la riqueza. Los seres humanos, de esta
generación, tenemos un fuerte trastorno ético que
desmoraliza la convivencia y cualquier avance humano que
pretendamos hacer. De nada sirve trazar programas de trabajo
y convocar reuniones al más alto nivel, cuando el escenario
de nuestra vida económica, no entiende de solidaridad. Sí
los países se desmoronan de sus valores, entregándose a un
comportamiento irresponsable, el retroceso va a ser muy
difícil pararlo. Las causas de la crisis son varias y poco
hacemos por salir de ese entramado absurdo, que crea
desigualdades notables entre los países y los pueblos.
La especulación ha sido nuestro cultivo y seguimos
cultivándola. Se han asumido riesgos excesivos y, también,
proseguimos con ese guión novelado por los pudientes. En
cambio, nada nos dice la historia, sabemos que en tiempos de
prosperidad moral, todo fueron avances y puesta en común de
espíritu de servicio, de honestidad y laboriosidad, de amor
al trabajo bien realizado, y, por contra, de lo que menos se
solía hablar era de la cuestión financiera. Por
consiguiente, hemos injertado un mal diagnóstico ante este
trance. A mi juicio, no se trata de incrementar los
recursos, sino de repartir mejor lo que ya tenemos.
La insolidaridad pone de manifiesto el avance de los
especuladores y la fragilidad de una economía mundial, que
se recrudece sobre todo en el continente europeo, epicentro
de la crisis y foco de un nuevo flagelo, que se cierne sobre
los más pobres, con un aumento del desempleo frente a unos
dirigentes mediocres, muchos de ellos inmersos en temas de
corrupción, de apropiación indebida y derroches, a los que
lo único que les afana es el bien de los suyos y seguir
sembrando mentiras para aborregar las mentes. La
transparencia está lejos de ser la adecuada. Los
desequilibrios fiscales ocultos son un claro ejemplo de esa
falta de claridad monetaria. Si queremos poner orden, y más
en las cuentas públicas, hay que establecer serios y
responsables controles, que han de surgir del equilibrio de
poderes. Desde luego, hacen falta intervenciones decididas
contra este tipo de actitudes de tráfico monetario muy poco
éticas.
En momentos de dificultades como el actual, se agravará aún
más la situación si los dirigentes pierden el sentido del
deber ético en el ejercicio del poder político.
Precisamente, con esta crisis, Europa se ha desintegrado
mucho más de lo que estaba. En cualquier caso, debemos ser
conscientes de que la cultura de la culpa tampoco nos lleva
a ningún sitio. Sin embargo, la cultura de la unión y de la
unidad, es el mejor rescate para seguir avanzando en otras
maneras y modos de vivir. No es cuestión, por tanto, de que
funcione o no, la política del crédito. Se trata de activar
una política europeísta del bien común, o mejor aún, la
política mundial del bien de todos. Debemos, en
consecuencia, cerrar brechas de desigualdad, de acumulación
de poderes enormes en manos de unos pocos, con dudoso
compromiso democrático; y, en todo caso, abrir los brazos de
la comprensión hacia esas gentes a las que se les niega
todo.
Nos consta que, a nivel de la Eurozona, hay una necesidad de
asegurar la financiación bancaria y reducir los contagios.
Evidentemente esto requiere una hoja de ruta hacia una unión
bancaria y fiscal, que no siempre se da en transparencia.
Pero el asunto, a mi juicio, no es tanto esta disposición de
préstamos, que lo único que hacen es endeudarnos más, como
una utilización justa del dinero público, con la que a veces
se hace política partidista en lugar de servicio al bien
común. No olvidemos que, entre las principales causas que
originaron esta crisis, están los altos precios de las
materias primas, la sobrevalorización del producto, una
crisis alimentaria mundial y energética, una elevada
inflación planetaria, la confianza en los mercados, una
crisis crediticia hipotecaria..., o lo que es lo mismo, una
global crisis de conciencia de discernimiento. El día que
dejemos de movernos por intereses, miraremos el futuro de
otra manera, redefiniendo un estilo de vida más austero y
menos consumista, más hermanado y menos egoísta.
El ser humano tiene que crear una nueva cultura, en el
sentido amplio de la acogida y la esperanza, de la idea
protectora del medio ambiente y de la inversión social.
Hemos tenido un crecimiento excluyente que ha reventado,
unos mercados caprichosamente destructores, unas políticas
nefastas que nos dividen, unas economías poderosas que no
entienden de generosidad, cuyos costes están siendo
tremendos. Desde luego, hace falta asignar más gasto público
a las redes de protección social, pero cuidado, con
controles verdaderamente eficaces. Como consecuencia de esta
movida de ineptitud, la brecha entre ricos y pobres se está
ampliando y las tensiones se volverán cada día más
violentas.
Ha llegado, pues, el momento de invertir los términos y
estar más pendientes del ser humano, por lo que es y
representa, que por las perspectivas económicas. Todo se
mide en términos de economía de poder y no en métodos de
beneficios a la humanidad. Se trata de promover la
prosperidad para todos, y no hay otra manera de hacerlo, que
con un espíritu abierto e integrador. Está visto que la
prioridad no es el capital financiero, sino la persona, esa
que vive (o malvive), según la situación de poder que tenga
así vale, en un mundo convulso por la incertidumbre
económica, de creciente desnivel y deterioro ambiental.
Estoy convencido que nos falta voluntad para detener esta
crisis que está afectando negativamente al planeta, en parte
propiciada por la falta de coordinación y responsabilidad de
todos para con todos. La generación de los irresponsables
está en el poder y mientras sigan, no hay manera de cambiar.
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