A medida que van transcurriendo
los días, y los políticos no cesan de decirnos que es
generalizada la ruina económica de la Unión Europea, a mí se
me vienen a la cabeza los años del miedo, es decir, los años
cuarenta, cuando los españoles éramos tan pobres como para
comprender que el egoísmo destruye la amistad.
Y es que no hace falta ser Platón para darse cuenta
de que la miseria es campo abonado para el egoísmo. Que éste
aparece en toda su plenitud cuando se hace evidente la
indigencia y la escasez que está en el origen de la
organización social.
En aquella España de posguerra, gris, miserable, pacata,
injusta…, y donde la ley de Darwin se hacía notar,
los niños aprendimos pronto a reconocer que hambre y maldad
van asociadas. Que la pobreza llevada a límites de
indigencia, acaba convirtiendo la convivencia en un estado
de rencor permanente. Y, desde luego, que el aumento de la
menesterosidad hace posible que las malas intenciones
permanezcan latentes. Prestas a salirse de madre en
cualquier momento y ante el más inesperado estímulo.
Yo recuerdo, siendo preadolescente, cómo en una de las casas
de vecinos en las que viví, fueron tres, un padre azotaba a
su hija porque ésta no había recaudado lo suficiente como
‘productora’ de la noche en un descampado cercano. La
azotaba sin piedad, mientras profería insultos a voz en
cuello. Yo recuerdo de aquella España mísera, donde la
canina, enseñoreada del ambiente, iba segando la vida de
quienes enfermaban del pecho, se decía así, por falta de
alimentos. Tísicos enfebrecidos y con la mirada iracunda
posada en quienes alardeaban de ser los más hábiles del
momento para sobrevivir. O vivir a lo grande.
Pronto aprendí que nadie puede sentirse vivir si la vida no
le permite despegarse, por la miseria, de percibir su propia
e insuperada indigencia. “Nadie puede amar a otro, si está
obligado todavía a defender duramente su propio cuerpo, su
propio ser”. Esta frase se la oí muchas veces a Manuel
Bermudo de la Rosa: jesuita que rigió muchos años los
destinos de las Escuelas Profesionales de la Sagrada
Familia.
Pues bien, en aquellos años, llamados del miedo, fue la
clase media, viviendo entre un querer y no poder, en todos
los sentidos, la que supo darle algo de equilibrio a un modo
de existencia que llegaba a ser insufrible todos los días y
fiestas de guardar. Sobre todo cuando mirabas hacia la acera
de enfrente, desde la casa miserable y repleta de
privaciones, y veías la rica mansión de quienes daban
fiestas esplendorosas, amén de lucir la borrachera de la
imbecilidad a cada paso.
Con esas imágenes, que siempre han permanecido vivas en mi
retina, me resulta imposible no pensar en que, tal y como
están las cosas, puedo volver a ser testigo de una situación
en la cual la escasez impuesta por los gobernantes –carentes
de escrúpulos-, siga haciendo estragos entre quienes no han
hecho sino trabajar duramente para que muchas autoridades
hayan ido llenándose la faltriquera.
Si alguien decide tacharme de pesimista, tal vez sea porque
ese alguien sigue disfrutando de su sueldo -gran sueldo-
como diputado, concejal o asesor de no sé qué. Ha llegado la
hora, pues, de decir basta ya. Y seguir las indicaciones de
Esperanza Aguirre: que propone reducir el número de
cargos políticos. Si no…
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