El martes pasado, a mediodía,
decidí visitar la Feria del Libro. Y allá que encaminé mis
pasos hacia el lugar elegido para albergar semejante
acontecimiento literario. El lugar elegido es un espacio que
se encuentra en el interior del edificio donde se halla el
Teatro Auditorio del Revellín.
Buscando ese espacio, coincidí con dos profesionales de una
televisión local que iban a cubrir la información de una
mañana en la cual me apetecía acariciar libros, hojearlos y
hacer lo que vengo haciendo desde hace un montón de años por
estas fechas: comprar uno o dos ejemplares para seguir
nutriendo los anaqueles de mi modesta biblioteca.
Pero mi gozo en un pozo, y todas mis esperanzas, a paseos,
como las de los periodistas que me acompañaban en mi
búsqueda de la exposición de libros. Ya que la puerta de
acceso al sótano estaba cerrada a cal y canto. Tras unos
minutos de dudas, esperando que la llegada de alguien ligado
a la Feria del Libro nos pudiera aclarar algo, caímos en la
cuenta de que frente a nosotros había un tablón de anuncio
en el cual, fijándose mucho, se podía leer que la Feria se
regía por el siguiente horario: de seis de la tarde a diez
de la noche. Y, tras los comentarios oportunos sobre
semejante fiasco, allá que nos fuimos rezongando ambas
partes, aunque por caminos distintos.
Sí, ya sé que estamos inmersos en una crisis económica
galopante. Causada por el mal uso que de los dineros han
hecho políticos, banqueros, sindicalistas y los innumerables
trincones que suelen pulular alrededor de los mismos. Pero
no entiendo el motivo por el cual la Feria del Libro haya
sido reducida a cuatro horas de visitas.
Así lo expuse en una reunión de amigos que ya me estaban
esperando en el sitio habitual. Y metidos ya en
conversación, uno de ellos quiso saber si era verdad lo que
se decía de una entrevista mía con Pedro Escartín,
que lo había sido todo en el fútbol, allá cuando
principiaban los años setenta. Y le dije que sí. Que
Tomás Osborne, directivo del equipo de mi pueblo, amén
de gran persona, quiso que yo fuera al Curso Nacional de
Entrenadores de Fútbol, que se celebraba en Madrid, en
régimen interno, con el aval de una carta suya que debía
entregarle en mano a su amigo, don Pedro, que me había
citado en su domicilio de Madrid, en la calle Hermosilla.
Me recibió don Pedro sentado a la mesa de su despacho con
bata y en zapatillas. Y, tras saludarme, sin mucha efusión,
lo primero que se le ocurrió preguntarme es si era verdad
que a mí me gustaba polemizar. Y si en el banquillo me
mostraba siempre, según le habían contado, muy dado a
protestar a los árbitros.
Miré con fijeza al señor Escartín, y pronto comprendí la
causa de que me hubiera recibido así quien, días antes,
había dado muestras visibles de estar deseando charlar
conmigo acerca de nuestro amigo en común: Tomás Osborne. Y
respondí: ¿Cree usted, como franquista que es, que El
Caudillo ganó la guerra tirando peladillas? Escartín parecía
querer subirse por las paredes. Enfurecido, me gritaba que
me fuera de su despacho. Y antes de que la cosa fuera a
mayores, corrí por las escaleras de aquella casa, que olía a
cocido y a orines de gato, hacia la salida. Pronto estuve a
salvo en la Cafetería Recoletos. Cuyo propietario, Luis
Elices, cuando supo lo sucedido, nunca dejó de
celebrarlo y de reírse.
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