Que la Universidad española actual es una pena resulta
difícilmente discutible. Y, por más que oigo a muchos
denunciar esa crisis, son pocos los que atinan al señalar
sus causas. Así que voy a dar mi opinión aquí por lo que
valga. El mal comenzó, allá por la década de los años
sesenta, con la creación de los departamentos. Estos agrupan
a los profesores ya consolidados de cada asignatura
–catedráticos y profesores titulares– junto con jóvenes
profesores, becarios, doctorandos…, en vías de formación, y
con algunos alumnos elegidos por sus compañeros, así como
con una representación del personal de administración y
servicios. O sea, un intento de introducir la democracia en
el funcionamiento de la labor docente. Y la enseñanza no se
puede organizar democráticamente. La Universidad ha de estar
constituida como una élite, en la que muy pocos saben y
enseñan y muchos ignoran y aprenden. Pero la palabra “élite”
está hoy muy mal vista, y la palabra “democracia” tiene gran
prestigio, aunque es la primera y no la segunda la que ha de
constituir la base de la estructura universitaria. Con el
tiempo, la errónea concepción de los departamentos ha
concluido por aburrir a los maestros, por menoscabar su
prestigio, por desalentarles en el ejercicio de su vocación
docente y por descentrar a los alumnos sobre cuál es la real
razón de su presencia en las aulas.
Vino luego la multiplicación de las universidades. Se
comenzó por crearlas en el BOE, y la realidad –profesores,
laboratorios, bibliotecas, aulas…– aparecía luego. Y así
hubo que improvisar profesorado, enseñar mal, provincializar
a los alumnos, y esos defectos se encastillaron, crecieron,
y así tenemos hoy tantas universidades suprimibles y tantas
enseñanzas repetidas cada pocos kilómetros, con títulos para
muchos y sabiduría para pocos. Hoy sobran ostensiblemente
universidades, y no solamente sobran, sino que estorban,
carecen de medios y de prestigio, y han consolidado el
localismo del profesorado, la selección al revés, a la que
ahora me referiré.
Porque, en efecto, vino luego la progresiva supresión de un
acertado sistema –la oposición– de selección del
profesorado. Se ingresa por oposición para ser juez, notario
o abogado del Estado…; pero también en esto había que
democratizar la Universidad. Paulatinamente, se fue
modificando el método de acceso al profesorado; desde el
sistema de oposición, que ya estuvo vigente con la República
y que el franquismo no sustituyó ni alteró, a la actual vía
de las acreditaciones. Un desastre. Tras muchos años en que
se procedía mediante una oposición rigurosa, con seis
ejercicios y el éxito abierto a los concursantes capaces, se
pasó a la oposición con un par de ejercicios carentes de
verdadero contenido; y todo se fue deslizando hacia niveles
de cada vez menor seriedad, hasta llegarse a la lamentable
situación hoy en vigor. Los valiosos entran en todo caso,
pero a su lado también un elevado número de candidatos que
no hubiesen nunca ganado una verdadera oposición y en cuya
selección priman dos elementos: el localismo y la valoración
meramente formal de los méritos.
En primer lugar, el localismo: los tribunales los designan
de hecho los departamentos, naturalmente en bien del
candidato doméstico. En Italia se ha acuñado un dicho que
muestra en qué consiste el sistema: “Vale más ser el cuñado
local que el sabio universal”. Un cuñado que triunfa, sí,
pero que no intente salir de donde su suerte le ha situado;
en el resto de los centros hay también otros “parientes”
locales.
Y, al par, la valoración meramente formal, y no de fondo, de
los méritos: para acreditarse y poder concurrir a una plaza
vacante, hay que presentar publicaciones. ¿A quién? A una
comisión de no especialistas que ni las lee; se limita a
comprobar dónde se han editado. Si hoy Kelsen publicase un
artículo en una revista no registrada en los caprichosos
índices de valoración de los “expertos”, no le valdría para
nada a los efectos de acreditarse; si Perico el de los
Palotes publicase un trabajo en una revista sí registrada,
sería la maravilla de las maravillas.
Y, en fin, los planes de estudio. Cada facultad, a lo largo
y a lo ancho de la geografía española, ha fabricado el suyo.
La asignatura de quien, al elaborarlo, tuviese peso e
influencia ha duplicado su presencia en el plan de estudios
correspondiente; la que no tenía un profesor que estuviese
en condiciones de defenderla ha desaparecido o ha quedado
reducida a un mínimo. Así de científicos resultan ser los
criterios. Un alumno que inicia sus estudios allí donde su
padre es secretario del ayuntamiento, si su padre pasa a
otra ciudad, ha de quedarse donde empezó a estudiar; es
probable que el plan de estudios de la facultad a la que
tendría que trasladarse no le valga; habrá de hacer
asignaturas que allí existen y en su inicial centro no, y
olvidarse de otras ya cursadas, que no tienen presencia en
su nuevo destino.
Y, en fin, la elección de las autoridades académicas.
¿Eligen al presidente de un banco los accionistas, los
asesores, las cajeras y los conserjes? Ni siquiera se
recurre a esa “democracia” mal entendida para designar a los
directores de los Institutos de Enseñanza Media. A los
rectores y a los decanos, sí. Los hay muy valiosos, y
también funcionan bien algunos centros universitarios. Pero
no es porque el sistema lo facilite, sino porque, después de
todo, aún hay quienes sirven a la docencia con vocación y
entusiasmo. Cada vez menos, eso sí. Pues ¿para qué nadar
contracorriente?
*Catedrático jubilado de la Universidad Complutense
|