Dicen que los niños y los
borrachos son los únicos que se atreven a decir la verdad.
Es lo que he oído desde que era pequeño y debo responder que
hay mucho de verdad en esa sentencia. He conocido a muchos
borrachos, de distintas procedencias, y casi todos ellos han
estado desprovistos de resistencia ante el torbellino
oratorio de la propia vanidad.
Cuando así me expreso, los reunidos llevamos ya algunas
copas, y surge la discusión al respecto de la influencia del
alcohol en los comportamientos. Y, naturalmente, cuando los
participantes de la tertulia estamos ya hartos de opinar
sobre los políticos, surge la respuesta acerca de que los
menores de edad suelen ser tan imaginativos como para
desnudar al prójimo con sus opiniones.
De los borrachos, no he conocido a ninguno que tienda al
mutismo y a la gravedad. Son charlatanes recalcitrantes:
beben para charlar y charlan para beber; cadena difícil de
romper. Quien así se expresa es persona que suele tener buen
beber. Pero, aun así, no se para mucho en barras en cuanto
se ha echado ya dos vinos al coleto.
Con los dos vinos haciendo su labor de desinhibición, un
componente de la tertulia en la cual participo, me dice que
en un despacho, situado en la planta tercera del edificio
municipal, hay un sofá que será cambiado por orden expresa
del político que lo va a ocupar, debido a que en dicho
mueble se han venido manteniendo relaciones sexuales a
tutiplén.
El político, en cuestión, parece ser que no acaba de asumir
que en ese lugar y en ese sofá, su morador habitual hubiera
disfrutado plenamente de unas relaciones sexuales tan
satisfactorias como provechosas para el organismo. Cual lo
hicieron, en su día, algunos presidentes estadounidenses en
el despacho Oval. Y, por consiguiente, lo primero que se le
ha ocurrido es ordenar que el referido sofá sea llevado al
desván; espacio destinado normalmente a guardar objetos en
desusos.
De ser yo anticuario, es decir, de ser yo coleccionista de
objetos que han propiciado escándalo a escala nacional,
ahora mismo acudiría a quien proceda, con el fin de poder
hacerme con el sofá en cuestión. Con ese sofá donde un
político perdió todo su poder, que parecía omnímodo, porque
se quedó prendado de una mujer que daba la talla en el
improvisado catre.
Ese sofá, en el cual se fue labrando la ruina de un señor
que mandaba tela, pero tela marinera en la ciudad, tiene un
valor incalculable. Tan incalculable como para situarlo en
una sala adecuada, con un buen contador de historias, para
que narrara que en ese asiento mullido con respaldos y
brazos para dos o más personas perdió el oremus el hombre
que partía el bacalao en esta tierra.
Así, no me cabe la menor duda de que la sala sería invadida
diariamente por un personal ávido de conocer el sofá
transformable en cama donde los encuentros carnales de un
político cambiaron radicalmente el ser de un partido que se
bebía los vientos por un líder a quien las mujeres le
gustaban, y le seguirán gustando, como a todo hombre que
piense bien. En fin, la noticia radica en que he sido
informado de que el sofá, que durante muchos años ha ocupado
sitio en un departamento de la tercera planta municipal,
será cambiado. Porque su nuevo inquilino parece ser que
detesta que en él hayan cohabitado hombre y mujer. Hay gente
pa tó.
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