Tres años llevaba el Madrid sin
ganar la Liga. Ni tampoco la Copa del Rey. Bueno, de la Copa
había que tener un memorión para acordarse de cuándo fue la
última obtenida por el equipo merengue. Todo ello, en medio
de un júbilo vivido permanentemente en España por los
triunfos resonantes de la selección española y del FC
Barcelona. Para mayor escarnio.
Así que Florentino Pérez se levantó un día dispuesto
a enfrentarse con un problema que se había enquistado. Un
problema enorme: pues el Madrid era tenido ya por equipo
incapaz de ganarle a su eterno rival. Era el Madrid equipo
segundón que ni siquiera daba la talla en Europa. Situación
insoportable para los madridistas y que nos hacía sufrir,
además, el continuo choteo de los aficionados azulgrana.
Florentino Pérez, con su orgullo desmedido barriendo suelos,
aquella mañana, de un día cualquiera y después de una de las
muchas derrotas sufrida ante el Barcelona del exquisito
Guardiola, no dudó en hacerse con los servicios de
José Mourinho. Por más que Jorge Valdano, otro
exquisito de mucho cuidado, tratara de quitarle la idea de
la cabeza al presidente. Menos mal que el presidente del
Madrid, en semejante ocasión, decidió no prestarle oído al
hasta entonces su asesor predilecto y entrenador en la
sombra. Al influir Valdano en las alineaciones del
entrenador de turno. Algo que bien sabía él que le sería
imposible llevar a cabo con el técnico portugués.
La llegada de Mourinho al Madrid fue un soplo de aire
fresco. Más que un soplo de aire fresco me atrevo a decir
que fue la llegada de un viento empapado de sobriedad,
eficacia y disciplina en todos los sentidos. Viento
huracanado, cuando lo exigieran las circunstancias, para
acabar con las actitudes melindrosas de un Fulano que había
convertido el club en lo más parecido a una casa señorial
venida a menos y donde lo más importante era recordar las
maneras del pasado y vivir de él.
Ante esa tesitura, tarde o temprano Valdano tenía que salir
de naja de la institución, aunque llevándose la morterada, y
así fue. Para regresar a su redil; o sea, para liderar desde
el Grupo Prisa un frente abierto contra Mourinho. Pero
Mourinho, ganador ya de una Copa del Rey, también se
disponía a ganar una Liga. La que, cuando ustedes me estén
leyendo, ya se habrá celebrado por todo lo alto en La
Cibeles. Esa fuente a la que acuden los madridistas para
hacer dos cosas: una, vitorear a sus jugadores y darle
rienda suelta a su alegría, y otra, enarbolar banderas
españolas. Las que tanto escasean, por no decir que no se
ven ninguna, en tierras catalanas o en las que el Madrid
consiguió el miércoles, ya muy entrada la noche, el título
de Campeón de una Liga cuyo oponente está considerado el
mejor equipo del mundo.
Doble mérito, pues, para el Madrid dirigido por un portugués
a quien cabe valorarle sus conocimientos futbolísticos y su
capacidad para aguantar presiones a un nivel donde cualquier
otro se hubiera venido abajo en un amén. La campaña
orquestada contra Mourinho, desde todos los ángulos del
periodismo más poderoso, está siendo cruel e ignominiosa. Se
basan para sambenitarlo en su mal carácter y mala educación.
A Guardiola, en cambio, se le adula sin solución de
continuidad. Que si elegante. Que si educado. Que si
humilde. Que si inventor de un fútbol jamás visto, etcétera.
Florentino Pérez, sin embargo, acertó de pleno al elegir a
un tío con dos… dídimos.
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