Esta semana pasada he estado en
Madrid, la capital del reino que sigue pareciéndome un
pueblo gigantesco más que una ciudad cosmopolita, al menos
por donde me ha llevado mis pasos, por el Madrid de los
Austrias y alrededores de la zona donde merodean los
políticos congregados en un edificio guardado por dos
soberbios leones.
Quise asistir a un evento, que suele organizar un buen amigo
intangible (por cuanto no lo veo en persona) y que escribe
artículos de opinión con garra, en el Ateneo de Madrid y que
se trataba de un debate sobre esta pregunta ¿Tiene sentido
este sistema financiero?
No pude asistir, porque la reunión de trabajo que tenía,
objeto de mi viaje, me copó todo el tiempo y terminó hasta
bien entrada la noche.
Para colmo de males no encontré el teléfono de este amigo,
Miguel Ángel García-Sánchez director de Opinión Digital,
tenía ganas de contactar con él porque, de seguro, que me
guiaría por las tabernas y tabernuchos de la capital.
Lamento no haber dado con él.
Pero los compañeros con los que mantuve la reunión de marras
son también expertos en la cosa del tapeo, aparte de ser
expertos políticos, y el resultado de todo eso está patente
en los kilos de más que he ganado durante mi periplo
madrileño.
A decir verdad, no me gustó nada lo que vi. Una especie de
abandono integral del aspecto urbano de una ciudad que
además es la capital del país.
No sé si será porque los peperos, que gobiernan la capital y
el país, no están por el decoro urbanístico gratuito pero lo
que vi no era precisamente para admirarlo.
Locales abandonados, tapizados con enormes carteles para
todos los gustos culturales, muchos repetidos infinidad de
veces, familias enteras de mendigos habitando los huecos de
accesos cerrados de esos locales mencionados.
Un matrimonio, al menos eso parece, está durmiendo en el
escalón del acceso principal de un local que, en apariencia,
pertenecía a un banco o alguna empresa financiera, tapados
con cartones otrora estructurados en pomposas cajas de
neveras u otros electrodomésticos…
En fin, si no fuera por el tapeo me abría ido de Madrid
totalmente acongojado. Aunque es verdad que hay barrios y
barrios que demuestran que se trata de la capital del país…
pero recorrerlos a pie no es de recibo, dadas las enormes
distancias, y además las frías líneas de sus edificios no
invitan, precisamente, a hacer el paseo.
Siempre que voy a Madrid suelo recorrer la zona delimitada
entre la estación de Atocha, el palacio de Oriente y la sede
del PP, en la calle Génova –¿será por ganas de masoquismo?-,
dejando el resto de la ciudad para cosas más serias.
Desde que Felipe II dejara constancia de la Corte en esa
zona, parece que nada haya cambiado a lo largo de esos
siglos, sin embargo el aspecto de podredumbre está patente
en diversas zonas lo que retrata, es mi opinión, a la
Botella como imperfecta ama de casa.
Pese a todo eso, el negativismo viene acompañado por el mal
tiempo que hizo durante mi estancia, me llevo un buen
recuerdo de Madrid concretado en un rincón de la urbe y que,
pese al moderno decorado, resalta como taberna típica de
otros tiempos, se trata de la Taberna El Rincón del José,
que os recomiendo por si alguna vez vais por allá. Sus vinos
y sus tapas de la casa merecen la pena.
Otra cosa, antes de terminar este escrito, es el Metro
madrileño… estrecho, lioso, de imposibles accesos para
personas mayores o discapacitadas y que, sólo lo tomé dos
veces, me hizo sudar la gota gorda al salir de una de sus
estaciones: los escalones de los accesos parecen ser, por su
arquitectura, de la época de los Austrias porque sus tabicas
(contrahuellas) son demasiado altas y sus huellas demasiado
cortas, que unidas a la proyectura hace trastabillar a más
de uno, amén de acelerar los latidos del corazón y mover
fuera de ritmo los pulmones. Una paliza.
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