El periodismo se hace en la calle.
Hablando con la gente. Participando en corrillos.
Criticando, debatiendo, haciendo preguntas como un
Diógenes cualquiera. El periodismo de mesa y teléfono es
un periodismo que está acabado. Pues se ha convertido en una
especie de cambalache que adultera cuanto sucede.
El periodismo de mesa y teléfono, como ya he dicho, no deja
de ser una manipulación en la cual se pierden tanto los
dirigentes de las instituciones como los periodistas que se
adentran en una senda que termina desembocando en callejones
sin salidas. Salvo excepción. De modo que despierta escaso
interés.
Recoger el sentir de la calle sólo está al alcance de
quienes la transitan, la viven, y se dejan en el empeño
dinero y, sobre todo, arriesgan con el intercambio de
impresiones el que se les tome la matricula cambiada.
Quienes escribimos en periódicos, en mi caso, desde hace un
montón de años, debemos procurar por todos los medios ser
sagaces, agudos, valientes y hasta dar la impresión de que
somos más libres de lo que nos permiten las circunstancias.
La opinión luce más, sin duda alguna, si es escrita por
trotamundos y por quienes no tienen la menor duda en sacar a
relucir muy mala intención cuando les tocan las narices. La
columna ha de tener fuerza, convicción y ritmo. Y, sobre
todo, la debe firmar alguien con quien los lectores puedan
disentir en plaza pública. Lo cual suele suceder en
provincias. Porque, desde hace muchos años, todo periódico
de provincias tiene su columnista o columnistas, como Madrid
o Barcelona, y su chiste político.
Decía Umbral, figura indiscutible de las seiscientas
palabras, que la democracia a la española, más dialogante
que ninguna, a veces demasiado, estaba viva en los
periódicos gracias al columnismo, que incluso ha sido
imitado por otros medios posteriores, como la radio y la
televisión. Y, naturalmente, no se olvidó de decir que una
verdadera columna sólo consta de letra impresa y mala leche.
En los tiempos que corren, donde la crisis económica está
haciendo estragos en el personal, transitar la calle es cada
vez más difícil. Tremendamente difícil. Se han acabado las
alegrías y el personal anda tan receloso como propenso a
darle rienda suelta a los malos humores que ha ido
acumulando por mor de la precariedad económica que está
padeciendo.
Ya no se trata de la pérdida de valores, sino de algo tan
fundamental como es poder llegar a final de mes con los
euros justos para no verse en inferioridad manifiesta. Sobre
todo frente a quienes, por la cara, todavía reciben soldadas
de mogollón. Tan grandes como para acordarse de todos los
muertos de quienes hacen posible que semejante
discriminación pueda producirse.
En la calle, créanme, uno queda enterado de lo que la gente
piensa de los políticos en general y, naturalmente, de
algunos en particular. Y hay momentos en los que a uno le
gustaría contar esos pensamientos. De cabo a rabo. Sin
dejarse nada en el tintero. Pero pronto se percata de que lo
que no puede ser no puede ser y además es imposible.
A pesar de todo lo dicho, sigo convencido de que el
periodismo de calle es el mejor. Y, desde luego, vuelve a
imponerse, si acaso alguna vez fue a menos, el contar
historias cada día para distraer a unos lectores que están
saturados e indignados de oír y leer los peores e
interesados vaticinios.
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