Anteayer saque entrada de patio de
butaca en mi salita de estar y me planté ante el televisor
para ver la corrida de toros correspondiente a la Feria de
Abril sevillana. Estaban anunciados toros de Victorino del
Río-Toros de Cortés para Juan José Padilla, José María
Manzanares y Alejandro Talavante.
La Maestranza estaba abarrotada. Pese a la crisis económica
que en Andalucía se deja sentir más que en ningún otro sitio
de España. No pude por menos que acordarme de cuando los
españoles vendían sus colchones para poder ir a los toros.
Los colchones y algo más. Puesto que los clarines de las
cinco de la tarde han ejercido siempre una atracción
indecible en el personal.
También se me vinieron a la memoria otros recuerdos de
cuando estaba alboreando la década de los ochenta. Sucedió
cuando las cámaras de Canal Plus se posaron sobre José
María Manzanares –padre-. El cual estaba ocupando un
burladero del callejón de la plaza. A José María Manzanares,
padre del torero de moda, me lo presento un novillero
portuense, llamado José Cañas “Cañita”, una tarde que
propició una noche de farra y alegría. Cañita, a quien la
vida le fue esquiva, toreaba con tanto arte como para
cautivar al maestro Manzanares.
Aquella noche calurosa de otoño era yo quien conducía un
coche potente, debido a que los dos toreros confiaban
ciegamente en mí. E hicimos un recorrido por la provincia
gaditana que aún conservo en la alacena de mi memoria.
Manzanares, que era –y lo seguirá siendo- torero en toda la
extensión de la palabra, estaba en aquel tiempo en la cumbre
del toreo. Mandando en el escalafón de los privilegiados.
Iba vestido el maestro alicantino como le daba gana. Su
camisa, clásica peruana, xerografiada con un retablo. Un
retablo que no casaba en absoluto con las demás prendas.
Pero era tan elegante que era el único que podía permitirse
matizar tan mal.
De pronto, cuando estábamos en Cádiz, creo que en ‘Casa de
Rebujina’, al maestro le dio porque intercambiáramos las
camisas. Y accedí. Cómo no. Aun sabiendo de antemano que
aquella camisa que él lucía con tanto garbo a mí me iba a
sentar peor que un sombrero de ala ancha. Como así fue. Eso
sí, la camisa peruana, que yo sepa, está todavía ocupando
sitio en el baúl de mis recuerdos predilectos.
Pues bien, entre añoranzas, sentado en la salita de estar,
me hago cruces, una vez más, viendo a ese titán jerezano que
es Padilla. ¡Qué tío! ¡Cómo los tiene! ¡Qué capacidad de
recuperación y qué forma de volver a ponerse delante del
toro con un solo ojo y el rostro cocido a puñaladas!
Todo ello sucede mientras en el callejón de la plaza hablan
los Manzanares: padre e hijo. Y uno espera con expectación
su presencia en el ruedo. Por ser consciente de que si sus
toros meten la cabeza el lío está asegurado. Y acierto. A
partir de ese momento, en el albero sevillano, que ya no es
de Alcalá de Guadaira, lo que hace Manzanares es derrochar
arte. Es un torero entusiasmado que entusiasma. Y todo lo
hace con la sencillez de los elegidos. Su toreo tiene ritmo
a raudales y su muleta vuela a cada paso hasta límites
inconcebibles. Y su espada es un clamor. La gente brama, da
alaridos de satisfacción. La Puerta del Príncipe se abre
para él. Talavante estuvo muy bien. La crisis desapareció
durante dos horas largas. Y Canal Plus, con Molé en
figura, vuelve a bordarlo. Ah, la cuadrilla de Manzanares se
hizo acreedora a ser premiada.
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