Esta semana, que llamamos santa
los cristianos, sólo tiene importancia en la medida en que
nos hace reflexionar sobre el valor de nuestra existencia. A
mi juicio, siempre es bueno hacer una pausa y tener tiempo
para meditar, y así, poder adentrarnos en el alma de las
cosas que nos rodean. Todos los años, coincidiendo con esta
época, los que nos llamamos cristianos, solemos vivir días
de mucho fervor popular, pero pienso que deberíamos
preguntarnos, ante la multitud de manifestaciones de culto:
¿ si ciertamente es auténtica nuestra inquietud por Dios?
¿Sí nos genera procederes interiores de desprendimiento, de
unidad, de apertura a los demás? ¿Sí ponemos el sentido de
la cruz en nuestra propia vida cotidiana o sí sólo la
portamos como figurones? Analizar todas estas actitudes ya
es un gran avance espiritual. Seguramente este “catolicismo
popular”, lo volveríamos más litúrgico, más de arrodillarse
ante sí, con el deseo de vivir una coherencia de vida
cristiana. Nuestra meta no ha de ser tanto formar cofrades,
que también, sino personas que hablen con su testimonio de
lo que han visto y oído.
El conocer a Jesús no se acaba nunca, y mucho menos cuando
tratamos de ser autosuficientes, puesto que somos personas
en relación, y, la dependencia con nuestro creador, forma
parte de nuestra misma esencia. Debemos aprender a
conocerle, no como una persona del pasado, puesto que sigue
con nosotros y seguirá hasta el fin de los tiempos,
mostrándonos cómo vivir y también cómo morir. Si en verdad,
nuestra inquietud por Dios es cierta, todo florece por la
fe. Sin duda, la convicción que procesamos con nuestros
gestos semananteros, requiere a priori, el amor de unos a
los otros. Hay que bajar al corazón de las gentes. Por
desgracia, los tiempos presentes miran en sentido contrario.
En consecuencia, por muy intensa que sea la participación
social en los ritos de la Semana Santa; el ejemplo de Cristo
es la mejor orientación. Él siempre mira las manos limpias,
no las llenas; las que auxilian, no las que abandonan. En
muchos lugares del mundo, la preparación y ejecución de la
representación de la Pasión de Cristo, está encomendada a
cofradías, cuyos miembros deben comprometerse con un estilo
de vida cristiana, que ha de ser expresión sincera y
gratuita de servicio, de acercamiento veraz a nuestro
Redentor. De lo contrario, tiene poco sentido su
participación.
A menudo, construimos mundos basados en el poder, en el
éxito, y lo que menos se impregna en nuestra vida es una
inquietud por llevar a toda la humanidad el don de la fe,
dando argumentos, más que con palabras, con nuestra acción.
En la pasión de Cristo se desencadena una barbarie, fruto
del odio que se alberga en el mundo, y Él toma la cruz sobre
sus hombros, nuestra cruz, y nos enternece por su amor. Todo
lo da por amor. La misma Santa Teresa se dejó seducir y
arrastrar por tan alto pasión, llegando a confesar que:
“Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta”. Esto
se contrapone a lo que se percibe hoy en nuestro planeta,
que está como encarcelado a una red de laberintos de alta
tensión. Ahora bien, sí Dios fuese suficiente en nuestro
caminar, viviríamos como una familia reconciliada y
conciliadora. Responder a la llamada de Dios, cooperar con
su creación, es dejar que el Señor nos hable y volver los
ojos más que nunca a la cruz, para conversar profundo y
conservar en el corazón la alegría salvadora, que es un
elemento central de la experiencia cristiana.
Hay que ser propagadores del júbilo pascual, desenmascarar
el mal en cualquier lugar donde anide, y descubrir que Jesus
es la luz que siempre está encendida para que los caminos
del espíritu lleguen a buen puerto. Ahora bien, desconfíen
de aquella persona que no ha tenido cargas que sufrir, es
que aún no ha sido cristiano de verdad, por muy cofrade que
sea.
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