Es evidente que los políticos, al
vivir expuestos en un escenario mediático, arrastran las
servidumbres de la sobreexposición ante la ciudadanía y por
lo tanto han de acostumbrarse a que sus posturas,
intervenciones y opiniones sean analizadas y contestadas. Es
por ello por lo que la prudencia dialéctica y la continencia
verbal son atributos muy valorados en quienes se ocupan de
la “res pública”.
Ayer, sin ir más lejos, los ciudadanos nos despertamos con
las destempladas apreciaciones de Juan Luis Aróstegui que,
sulfurado ante el escaso 10% de seguimiento de la huelga,
calificaba a Ceuta de ciudad “parasitaria”. Lo que viene a
significar que el sindicalista tiene poca resistencia ante
la frustración y ante los fracasos propios siempre busca a
un “culpable” ajeno, algo que no es en absoluto novedoso
porque nunca olvidaremos aquellas observaciones difamatorias
de la campaña electoral cuando tildaba a todos los votantes
del PP de racistas y fanáticos. ¿Y cómo les hubiera definido
si en lugar de al Partido Popular le hubieran votado a él y
a los suyos? Pues sin duda de simpáticos y encantadores.
Pero el problema de Juan Luis Aróstegui no es ya ‘lo que
dice’, ni incluso tampoco ‘el como lo dice’. El verdadero
problema es su descrédito más absoluto. Desgaste en el
mensaje y desgaste absoluto del personaje, que habla de
‘parásitos’ cuando el verdadero ‘parasito sindical y
político’ es él, que habla de deudas de la Ciudad y se le
recuerdan los impagos pretéritos cuando él mandaba en
Hacienda, que rabia ante las mejoras en obras públicas y
viene a comparar al Gobierno de Vivas con la dictadura
cuando el dictador es él y todo su mensaje se basa en
ofender al contrario.
Que ahora nos defina cómo “ciudad parasitaria” es otra más
de sus paranoias iracundas en plan “o conmigo o contra mí” y
cómo nadie va a estar con él nos situaremos en “la contra”.
Dicho sea de otra manera ¿Quien es en Ceuta “bueno” para
Aróstegui? Cómo mucho Mohamed Alí y los suyos que colmaron
sus aspiraciones de lograr ese escaño que llevaba años
arañando sin conseguir y otorgarle una tribuna pública, no
para que le escuchen, porque la gente le ignora y pasa de
él, sino para “escucharse” en una especie de delirante afán
de protagonismo y cómo música de fondo a sus intervenciones
un concierto de insultos, menosprecios, descalificaciones,
groserías e imputaciones contra la ciudadanía. Pero ¿ofenden
las fulminaciones del sindicalista? Yo pienso que ofenden
poco, porque no se le hace caso y sus imprecaciones han
pasado a ser puras anécdotas pertenecientes al imaginario
colectivo, cómo lo fuera otrora el típico “tonto del pueblo”
que inexorablemente se ponía a imitar al “guardia de la
porra” y trataba de dirigir el tráfico.
Lógico que ni le quieran ni le soporten.
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